miércoles, agosto 29, 2007


VENGANZA EN EL PUERTO
Calixto Enrique Avila Tirado


Lucho, así le decían todos en el pueblo: Lucho el que no molesta mucho se mofaba su hermana y vecina de siempre. Entraba y salía de su casa como una sombra, como un fantasma al que le atravesaba la luz y la ponzoña de la gente. Nadie se percataba de su presencia excepto Aurelio, el perro callejero que un día se encontró en el puerto de San José y que acostumbraba esperarlo en el marco de la puerta de la casa solitaria pasada las once de la mañana. Se ganaba la vida como vendedor de barbú, esos peces que tienen unas largas hebras alrededor de la boca y lanzas lacerantes en las aletas, tan peligrosas como el aguijón de un alacrán. Salía al anochecer a sumergir en las turbias aguas de la ciénaga las jaulas de alambre oxidado que dentro llevaban “pepe”, una extraña mezcolanza fétida de tripas de animales envueltas en un saco de tela, para regresar con el alba y encontrarlas repletas de barbú. Se armaba con sus cuchillos aguzados para desocupar el vientre de los pescados sentado en el borde de la canoa mientras los mosquitos y otros diminutos insectos desayunaban con su sangre caliente.

La hermana de lucho, Concepción, vivía con Rodrigo, un hombre displicente que la golpeaba a cada rato y le dejaba el cuerpo sembrado de equimosis que se adivinaban bajo los trapos miserables que usaba como vestimenta. Todos le recriminaban a Lucho su falta de valor – ¿Es que acaso no tienes güevos? –Le decían los vecinos –Ese tipo va a mandar a tu hermana un día de estos para el barrio de los acostados, a lo que Lucho siempre le respondía que eso no era problema de él y que en pelea de marido y mujer nadie se debe meter.

Los vecinos tenían a lucho como el rey de los cobardes. Como su cuñado se dedicaba a la misma labor que él, intercambiaban los cuchillos y las nasas, tomaban el café en el puerto al despuntar el sol y hablaban de deportes o de cualquier otra cosa cuando ensartaban en el nailon de llantas de camión las decenas de barbú, para ofrecerlas de casa en casa en las horas de la mañana. —Pero este si es el colmo— comentaban los que los veían —El hombre muele a golpes a su hermana y este en recompensa le compra el tinto.

Los días transcurrían entre el silencio de Lucho y las palizas que su hermana recibía de aquel hombre despiadado y dipsómano. Nadie podía concebir que alguien pudiera vivir de esa manera, con un esposo cruel y un hermano envilecido hasta el infinito. Lucho no se daba por aludido cuando su hermana gritaba al ser macerada por el puño de su marido, cuando éste le decía que era una puta, que no valía un peso y que un día de estos la iba a despachar para el otro mundo clavándole uno de sus filosos cuchillos. Lucho la escuchaba mientras Agustín se paseaba de un lado a otro en la sala ladrando, como si quisiera abrir la puerta de la sala, saltar la cerca del patio que separaba las casas para salir en defensa de la desvalida mujer. Hasta el perro parecía tener mas cojones que él, comentaba la gente al sentir a Agustín desesperado clavando sus garras en la puerta que ya tenía sendas zanjas de la tanta insistencia del canino. —Un día de estos voy a matar a ese perro —Gritaba Rodrigo mientras discutía con su mujer.

Una noche Rodrigo había estado tomando en una de las cantinas del Puerto con sus amigos, otros pescadores que dejaban lo poco que se ganaban en las arcas de “Algarrobo”, que era como le decían a un negro como de dos metros de altura que había puesto una venta de licor a orillas de la ciénaga. Rodrigo llego ensopado en su sudor, exhalando alcohol por cada uno de los poros y exigiendo comida caliente. Concepción le dijo que no había nada que comer debido a que él se había gastado el dinero tomando Ron, y ahí fue cuando el borracho la arrinconó en la cocina y comenzó a abofetearla una y otra vez. Agustín, que estaba fuera de la casa vecina del hermano de Concepción, con una veleidad inusitada, entró furioso al lugar donde la mujer estaba siendo torturada por su marido enseñando sus filosos colmillos y se abalanzó sobre Rodrigo. Este lo despidió de una patada, el perro calló despatarrado debajo de una mesa retorciéndose de dolor y cuando quiso levantarse para retomar el combate, solo puedo ver el color plata de la hoja del cuchillo que le rebanó la garganta. —Yo te lo dije —Decía Rodrigo arrastrando los despojos mortales del perro hacía la calle— Tarde o temprano iba yo a matar a este perro.

Cuando Lucho regresó como a las siete y treinta de la noche, encontró al gueto de vecinos que contemplaban con estupor a Agustín navegando en sus miserias, con los ojos abiertos pero con el rastro inconfundible de la muerte extendido a lo largo de su cuerpo. Lucho lo miró reprimiendo el grito de angustia a causa de la pena que le aguijoneaba el alma, lo atrajo contra su pecho mientras le acariciaba las orejas y se le empapaba la camisa de sangre. ¿Quién le hizo esto a mi perro? ¿Quién lo hizo? Los presentes no hablaron, solo se limitaron a apuntar con sus dedos hacia la casa de Rodrigo. Fue lo único que se le escucho decir a lucho la noche de la muerte de su perro; ni una palabra mas, ni una maldición, ni una amenaza. Se encerró en su cuarto a escuchar los improperios que Rodrigo le lanzaba a su hermana en la casa de al lado y se durmió soñando que Agustín volaba hacía una luz que pendía del cielo, moviendo unas alas blancas enormes como las de una garza gigante.

Lucho se dejó cobijar por la rutina diaria de pescar y vender barbú y no tomo represalias contra su cuñado con el que seguía compartiendo como si no hubiera pasado nada. Todo marchaba dentro de los parámetros normales de la convivencia hasta que sucedió lo inevitable: Rodrigo en un ataque de furia ciega le propino cinco puñaladas a Concepción una noche en que llegó borracho y no encontró la comida preparada. Los vecinos trataron de auxiliarla, pero los esfuerzos por salvarle la vida fueron infructuosos debido a la gravedad de las heridas y a la cantidad de sangre que perdió camino al hospital. Cuatro policías entraron a la casa y sacaron a Rodrigo, aún borracho, esposado como el criminal que era y lo condujeron a la cárcel municipal a la espera de que Lucho fuera a presentar cargos, pero no lo hizo. Una vez más defraudaba a la gente que estaba convencida de que acusaría a Rodrigo como el único autor de la muerte su hermana. Solo se limitó a decir: que lo juzgue y lo castigue Dios, porque yo no estoy en capacidad de presentar denuncia alguna. Hasta el mismo inspector de la policía fue hasta su casa una noche a explicarle de la importancia que era tener a un asesino de la calaña de Rodrigo, por lo menos treinta años tras las rejas, pero Lucho le dijo que era imposible que le siguiera insistiendo ya que a él lo que Dios le quito de valor, se lo dio en indulgencia, que perdonaba a Rodrigo porque su castigo iba a ser el de extrañar todos los días de su vida las peleas que entablaba con su hermana al anochecer.

A Rodrigo, en ausencia de una acusación por parte de un familiar de la víctima, solo le dieron tres años de cárcel al cabo de los cuales salio por buena conducta. Volvió a sus andanzas y a la vieja casa vecina de la de Lucho. Salía en al anochecer a tirar las nasas y regresaba en la mañana a desenredar los pescados que caían en las jaulas. Así pasaron seis meses sin que se notara en Lucho siquiera un ápice de rencor o de venganza, acrecentando en el concepto de sus vecinos su falta de gallardía. Pero una mañana en que caía una lluvia menuda en la orilla del puerto, mientras Rodrigo hacía collares de barbú con la pita de nailon, Lucho se le acercó con la pasmosa tranquilidad de siempre y le pidió un cigarrillo. Rodrigo se secó las manos con un trapo sucio y mientras miró su bolsillo para buscar el paquete sintió la hoja delgada del un cuchillo que le atravesaba la mano, la caja de cigarros y el corazón. Ante él Lucho seguía empujando contra su cuerpo una y otra vez la filosa hoja de metal mientras el se desplomaba sin sentido. Mas tarde en la morgue, al contemplar el cuerpo sin vida de Rodrigo cribado a puñaladas, el forense diría que el asesinato fue ejecutado por uno de los mas despiadados asesinos que hubiera conocido jamás; le contabilizaron sesenta y siete puñaladas a la luz mortecina de las lámparas. En cuanto a Lucho solo se sabe que esa misma mañana, con paso cansino, sin premura y con el cuerpo empapado de sangre, llegó a su casa, se baño con esmero, empaco sus pocas pertenencias en una caja de cartón y se largó del pueblo dejando atrás el asombro o tal vez la complacencia de la gente, que vio como se le despertó el león dormido que llevaba dentro durante muchos años.
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