sábado, noviembre 04, 2006


La limosna hace al mendigo.

Cuando me vine de mi natal San Marcos a estudiar en Barranquilla, sentí en carne propia el tremendo impacto de la ilusión contra la realidad al ver el cultivo de miseria que son las grandes ciudades. Y es que la máquina de la pobreza trabaja horas extras arrojando como producto final esos barrios marginados en donde crece el ser humano sin un mínimo de oportunidad. Es allí donde los sueños no apuntan lejos y son estancados por esa barrera mental genética heredada de generación en generación.

En medio de la falta de empleo y con las migajas de educación que el Estado les dio, las personas diseñan sus estrategias para llevar comida a la casa. Hay quienes trabajan a brazo partido diariamente en lo que les salga. Algunos se ven en los semáforos limpiando vidrios, ofreciendo cartillas en la ventanilla izquierda del carro, mientras que su compinche está en la de la derecha tratando de introducir el brazo por el resquicio para sacar lo que va el asiento del copiloto, y los otros son los mendigos de marras. Si, esos mercaderes de la compasión que por sus magistrales actuaciones son merecedores indiscutibles del premio Oscar.

Pedir limosna en este país debería estar tipificado por la ley como un delito. Es el camino más fácil de obtener dinero. No niego que habrá algunos que la piden por pura y física necesidad. Pero la mayoría son unos timadores que no se molestan siquiera cambiar sus métodos que son tan devaluados y comúnmente conocidos. Por esta sencilla razón mi corazón de provincia se ha endurecido y pienso que detrás de cada anciano, de cada niño, de cada madre (a veces los supuestos hijos son alquilados) que vende su honra a cambio de una moneda, hay un negocio que mueve una inmensa cantidad de dinero al año. Si aún no me creen les voy a traer a colación un caso que es una muestra irrefutable de que la limosna es una forma de vida, y si se puede decir, una manera de trabajar.
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Son las siete de la mañana del sábado de un lluvioso octubre. La parranda de anoche terminó casi a las cuatro de la madrugada. El viernes antes de salir le dije a mi anfitriona, la señora alcahueta que auspicia mi diversión, que me tocara la puerta temprano porque tenía que trabajar hoy. Hoy sábado. ¡Qué dolor de cabeza tan tenaz! ¿Por qué será que nunca he conseguido un trabajo con horario de lunes a viernes? Eso no importa ahora. Siento que si alguien rueda una silla, en mi cabeza sonará como una explosión nuclear. Miro mi bolsillo y la felicidad me embarga al encontrar en la cartera mi último billete de mil pesos. Lo toco como poseído por una emoción casi extraña y siento el sabor del Gatorade invadiendo mi cuerpo atropellado por el guayabo.

Ni siquiera puede desayunar. Mi estómago que de manera habitual parece arena movediza tragándolo todo, acaba de darle orden de salida a los vestigios de los chicharrones de la picada en la última vomitada. Salgo a la calle. Una señora de baja estatura humildemente vestida se me acerca y con los ojos inundados de lágrimas clava en mí su glauca mirada. –¿Qué calle es esta?- me interpeló. –Es la calle 56 le- le digo, pero al verla tan compungida le pregunto: ¿Hacia dónde se dirige? – Yo vine de un pueblo esta mañana a visitar a una prima que me iba a dar una plata, que vive en el barrio tal, pero cuando llegué a la casa de ella un señor, que no sé quién es, me dijo que mi prima falleció hace como un mes. Yo no conozco a nadie y …snif…snif…sólo le pido una colaboración, cualquier moneda para poder regresar a mi pueblo-. No soy un filántropo, pero su historia es tan conmovedora que saco de mi cartera los únicos mil pesos que me acompañan, los pongo en su mano y casi con el mismo llanto con el que la pobre viejecita me habló, le doy el adiós a un Gatorade con el que planeaba sosegar mi guayabo y camino 15 minutos hacia mi trabajo.

Han pasado los años. La copa América se juega en Barranquilla. Los dioses del continente, que son los argentinos, se rehusaron a venir aduciendo que Colombia es un país demasiado peligroso. No me importa, porque el fútbol es para nosotros los hombres, lo que es para las mujeres gastarse la quincena del marido en comprar cosas que nunca se van a poner. Camino una cuadra y la veo. Es la misma señora humildemente vestida. Jamás puedo olvidar una cara, especialmente si me ha quitado dinero. Se me acerca navegando en un río de lágrimas. - ¿Qué calle es esta?- me pregunta- Veo que es el mismo libreto y me limito a seguir mis líneas. –Es la calle 72 -le digo- ¿Hacia dónde se dirige?- Le pregunto al tiempo que ella me dice - Yo vine de un pueblo esta mañana a visitar a una prima que me iba a dar una plata, que vive en el barrio tal, pero cuando llegué a la casa de ella un señor, que no sé quien es, me dijo que mi prima falleció hace como un mes. Yo no conozco a nadie y …snif…snif…sólo le pido una colaboración, cualquier moneda para poder regresar a mi pueblo-. Tuve que hacer ingentes esfuerzos para no estallar en carcajadas. Finjo ser un extranjero y con un acento sanmarco-americano le digo que “Mi estar aquí por fútbol, no entender mucho español”. Su rostro adquiere una tonalidad rojiza. Una cortina de ira me impide ver sus ojos color esmeralda y hasta temo que va a golpearme. Se voltea pero antes de marcharse me dice: “Gringo malparido tacaño”

2 comentarios :

Ensuncho De La Bárcena dijo...
Este blog ha sido eliminado por un administrador de blog.
Ensuncho De La Bárcena dijo...

Hola Mi Hermano. He leído tu texto. Muy bueno, divertido e inteligente, como lo agradece un buen lector. Bienvenido a la comunidad blogger. Abrazos desde este barrio grande de San Marcos que se llama Bogotá.