domingo, febrero 24, 2008

El siete velorios



Por: Calixto Avila Tirado
El aroma de la mañana nos lleva tomado de la mano al lugar de la ensoñación…Hay risas, baile y mucha música, pero música de verdad, esa que no ha sido profanada por el avaricia del mercader de discos, ni por aquellos que en su afán de innovar se creen con el derecho de sacrificar el folclor. Es la banda de Caimito que a mansalva deja escapar la obra maestra llamada “Tres Clarinetes”. Yo espero a mis amigos sentado en el primer escalón del monumento que queda a una cuadra de la iglesia, justo en donde comienza “calle larga”. Me han perdido el rastro porque he estado persiguiendo los destellos fugaces de una joven sanmarquera que me ha dejado obnubilado con su movimiento de caderas mientras castigaban al redoblante con un Porro palitiao. Estamos en el Alba, pero no le llamamos alba así con letras minúsculas; este es el nombre que le damos a la mezcla de porro, alegría, amistad, amoríos y ron que irrumpe en una fría madrugada a finales de diciembre siendo el preludio del primer día de Fiestas en Corraleja en la Perla del San Jorge. Suena la trompeta, suena el clarinete y suena el corazón como queriendo imitar los golpes del bombo, como deseando salirse del pecho ante tanto ambiente festivo, mientras el incipiente sol nos avisa que ya es de día y a duras penas me he dado cuenta que no he pegado el ojo en toda la noche.

Mis amigos al fin dan con mi paradero y me dicen, mientras enarbolan una botella vacía, que ha llegado el verano y yo les digo que sed que espera agua no es sed, que apenas es el primer día de fiesta en corralejas y ya tendremos la oportunidad de decantar muchas, pero muchas botellas de licor. Por ahora dejemos la cosa así, es tarde y mi madre debe estar preocupada, pero no porque me pase nada malo, sino porque me vaya a ir de largo, de doble turno con horas extras incluidas para seguir tomando el día entero y la noche que sigue. Si, mi madre ha de estar preocupada por mis excesos de felicidad y también porque de la casa me sacó Alberto, el mas alcohólico de todos mis amigos. A éste le precede la leyenda urbana que dice que una vez doña Teresa, su progenitora, lo mandó para Barranquilla a estudiar economía, carrera tan absurda para el porque siempre ha sido un derrochador de placeres, y también de dinero. El caso es que Beto invitó a ocho amigos a pasear a San Marcos, para época de Semana Santa, pero se encontraron con el inconveniente que solo habían cuatro camas disponibles, pero Beto, en un ataque de lucidez repentino les dijo: “Bueno muchachos, la única forma en que puedan dormir cómodos es que cuatro tomen de día, y los otros toman de noche”, como efectivamente lo hicieron durante los ocho días.

Dormí unas pocas horas y tomé un baño de prisa aprovechando que mi madre salió a cumplir con unos compromisos. Es una suerte que no me haya visto llegar tambaleándome por el largo pasillo que conduce a mi alcoba, porque de haberlo hecho no hubiera salido ileso a unas de sus diatribas en contra del alcohol y del hedonismo que esta llevando a los jóvenes a la perdición. El reloj marcaba las 11:07 de la mañana y un sol abrazador castigaba con sus lanzas de fuego a la muchedumbre que iba rumbo a la corraleja a terminar de montar sus negocios de fritos, panes, guarapo de panela, helados, algodón de azucar y todas esas cosas que hacen de la Fiesta de Toro un parque de diversión para grandes y chicos.

Paso por la casa de Alberto, su abuela Tata me dice que se esta bañando y me ofrece algo de comer. Le digo que no se preocupe, que yo lo espero sentado frente al televisor en el que están presentando los archivos de la corraleja del año anterior. Tata me dice con su certidumbre de hierro: "Ay mijo, mejor almuerza porque Beto tarda demasiado en el baño. Ya sabes que flojo que se respete dura por lo menos una hora bañándose".

Devoré con avidez el arroz con coco y el guiso de pescado que la abuela de Alberto me puso en un plato de loza hondo y caigo cautivo de esa sazón exquisita, propia de las abuelas de la sabana. Alberto apareció recién bañado y comió con una velocidad que contrastaba mucho con su parsimoniosa manera de bañarse y al rato partimos hacia la corraleja con el objetivo de entrar en ese circo de alegrías y tragedias para retar un poco a la muerte que viene enredada en los cuernos de esos animales salvajes.

La corraleja es un círculo cercado de barrotes de madera, coronados en la parte superior por unas graderías semejantes a las de los estadios de futbol: mejor dicho, es como un estadio de futbol, pero de leña pura y con techo de láminas de zinc. A ella se entra acicateado por unas cuantas cervezas, por la compañía de los amigos y por la estupidez de creer que uno es inmune al cacho del toro. Así se llega con una botella de aguardiente en una mano y con el alma en la otra, con la certeza de que las únicas armas que tenemos para enfrentar a un astado, son las piernas para correr y las oraciones de nuestras madres que a esas alturas, no deben servir de a mucho.

Me divierto mucho cuando voy a las fiestas en corralejas de mi pueblo, y eso es por la cantidad de emociones que se sienten, pero más que todo por la variedad de personajes que se encuentran, como por ejemplo aquel que vendedor de helados que debajo de ese sol canicular de las dos de la tarde iza una vara llevando en punta de lanza varios conos insertados en una tabla, con un ojo puesto en el negocio y con el otro en la puerta del torín o en la fiera que está en un rincón de la plaza. Si un toro lo persigue, el vendedor pone pies en polvorosa, despavorido pero sin soltar la vara, la que arroja solo cuando está a dos centímetros de la tragedia. Jamás entenderé la filosofía de ese negocio, creo que solo da pérdidas porque es mas el helado que se derrite, que se pierde en esas faenas con el toro que el que se vende; No hay utilidad monetaria, pero sí de diversión y es ésta el objetivo de la fiesta.

Ya habían salido tres toros al ruedo cuando por casualidad nos enteramos que esa misma tarde se jugaría un peligroso ejemplar de la ganadería de los Hoyos Anaya. Era una suerte de exterminador criollo que no podía tener un nombre más apropiado: “El Siete Velorios”, apelativo que se había ganado a pulso matando a dos infelices en Sincelejo, otro en Sincé, tres en Ciénaga de Oro y uno más en Caimito; había corneado además a tres caballos pero estos no contaban por aquello de que a los animales no se les da cristiana sepultura. El caso es que a esas horas las cervezas nos habían atolondrado el cerebro y todo nos parecía divertido, incluso hasta la propia muerte, pero como dice Tata, la abuela de Alberto, que “ningún borracho se come su mierda” decidimos ir al torín, que es el lugar en donde se hacen los encierros, a ver al animal al cual su fama le precedía como algo siniestro y aterrador. Aprovechamos el momento en que había un toro rejugado en la plaza y que un enlazador al que apodaban Muela e Queso, le había incrustado en los cuernos su lazo para obligarlo a salir de la corraleja. Al pasar por la puerta por donde salen los toros, su eterno guardián, imponente como un Coloso de Rodas, quien fuera nuestro profesor de geografía en la secundaria, nos lanzó una reprimenda con la mirada pero logramos convencerlo para que nos dejara subir, con el pretexto de que íbamos de salida. Subimos a trompicones por los barrotes y los tablones que formaban el largo pasillo del encierro y ahí fue cuando lo vimos con sus cuernos afilados, sus ojos de demonio recién salido del infierno, exhalando el vapor de la muerte por sus fosas nasales. Tenía una fuerza descomunal y embestía a lado y lado las tablas que lo mantenían prisionero. A Alberto y a mi nos temblaban las piernas, tanto que temimos desmayarnos lo cual hubiera sido trágico porque estábamos observando al animal desde arriba. Los demás compañeros observaron el cuadro aterrador con el mismo estupor que nos corroía a nosotros mientras se hizo un largo silenció como si le hubiesen ordenado a la banda que dejara de tocar y vimos en ralentí a las personas que pasaban calle arriba, calle abajo. Miré a la cofradía de amigos que aún tenía sus ojos puestos en aquel toro negro como el color de la túnica de la parca, y les dije tajante: “Me largo de aquí, porque no quiero ser el responsable de un inminente cambio de apodo para este condenado animal” y me marché sin más preámbulos. Desde entonces nunca más he pisado la arena o el barro de una corraleja. Tengo aún presente, jugueteando en mi memoria la imagen de El Siete Velorios esperando el momento para salir a exterminar a todo lo que se mueva en la plaza y creo que eso me ha salvado de un destino ineluctable: como es el de perecer en una hermosa tarde de diciembre, corneado por un toro en las Corralejas de San Marcos.
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