miércoles, agosto 29, 2007


VENGANZA EN EL PUERTO
Calixto Enrique Avila Tirado


Lucho, así le decían todos en el pueblo: Lucho el que no molesta mucho se mofaba su hermana y vecina de siempre. Entraba y salía de su casa como una sombra, como un fantasma al que le atravesaba la luz y la ponzoña de la gente. Nadie se percataba de su presencia excepto Aurelio, el perro callejero que un día se encontró en el puerto de San José y que acostumbraba esperarlo en el marco de la puerta de la casa solitaria pasada las once de la mañana. Se ganaba la vida como vendedor de barbú, esos peces que tienen unas largas hebras alrededor de la boca y lanzas lacerantes en las aletas, tan peligrosas como el aguijón de un alacrán. Salía al anochecer a sumergir en las turbias aguas de la ciénaga las jaulas de alambre oxidado que dentro llevaban “pepe”, una extraña mezcolanza fétida de tripas de animales envueltas en un saco de tela, para regresar con el alba y encontrarlas repletas de barbú. Se armaba con sus cuchillos aguzados para desocupar el vientre de los pescados sentado en el borde de la canoa mientras los mosquitos y otros diminutos insectos desayunaban con su sangre caliente.

La hermana de lucho, Concepción, vivía con Rodrigo, un hombre displicente que la golpeaba a cada rato y le dejaba el cuerpo sembrado de equimosis que se adivinaban bajo los trapos miserables que usaba como vestimenta. Todos le recriminaban a Lucho su falta de valor – ¿Es que acaso no tienes güevos? –Le decían los vecinos –Ese tipo va a mandar a tu hermana un día de estos para el barrio de los acostados, a lo que Lucho siempre le respondía que eso no era problema de él y que en pelea de marido y mujer nadie se debe meter.

Los vecinos tenían a lucho como el rey de los cobardes. Como su cuñado se dedicaba a la misma labor que él, intercambiaban los cuchillos y las nasas, tomaban el café en el puerto al despuntar el sol y hablaban de deportes o de cualquier otra cosa cuando ensartaban en el nailon de llantas de camión las decenas de barbú, para ofrecerlas de casa en casa en las horas de la mañana. —Pero este si es el colmo— comentaban los que los veían —El hombre muele a golpes a su hermana y este en recompensa le compra el tinto.

Los días transcurrían entre el silencio de Lucho y las palizas que su hermana recibía de aquel hombre despiadado y dipsómano. Nadie podía concebir que alguien pudiera vivir de esa manera, con un esposo cruel y un hermano envilecido hasta el infinito. Lucho no se daba por aludido cuando su hermana gritaba al ser macerada por el puño de su marido, cuando éste le decía que era una puta, que no valía un peso y que un día de estos la iba a despachar para el otro mundo clavándole uno de sus filosos cuchillos. Lucho la escuchaba mientras Agustín se paseaba de un lado a otro en la sala ladrando, como si quisiera abrir la puerta de la sala, saltar la cerca del patio que separaba las casas para salir en defensa de la desvalida mujer. Hasta el perro parecía tener mas cojones que él, comentaba la gente al sentir a Agustín desesperado clavando sus garras en la puerta que ya tenía sendas zanjas de la tanta insistencia del canino. —Un día de estos voy a matar a ese perro —Gritaba Rodrigo mientras discutía con su mujer.

Una noche Rodrigo había estado tomando en una de las cantinas del Puerto con sus amigos, otros pescadores que dejaban lo poco que se ganaban en las arcas de “Algarrobo”, que era como le decían a un negro como de dos metros de altura que había puesto una venta de licor a orillas de la ciénaga. Rodrigo llego ensopado en su sudor, exhalando alcohol por cada uno de los poros y exigiendo comida caliente. Concepción le dijo que no había nada que comer debido a que él se había gastado el dinero tomando Ron, y ahí fue cuando el borracho la arrinconó en la cocina y comenzó a abofetearla una y otra vez. Agustín, que estaba fuera de la casa vecina del hermano de Concepción, con una veleidad inusitada, entró furioso al lugar donde la mujer estaba siendo torturada por su marido enseñando sus filosos colmillos y se abalanzó sobre Rodrigo. Este lo despidió de una patada, el perro calló despatarrado debajo de una mesa retorciéndose de dolor y cuando quiso levantarse para retomar el combate, solo puedo ver el color plata de la hoja del cuchillo que le rebanó la garganta. —Yo te lo dije —Decía Rodrigo arrastrando los despojos mortales del perro hacía la calle— Tarde o temprano iba yo a matar a este perro.

Cuando Lucho regresó como a las siete y treinta de la noche, encontró al gueto de vecinos que contemplaban con estupor a Agustín navegando en sus miserias, con los ojos abiertos pero con el rastro inconfundible de la muerte extendido a lo largo de su cuerpo. Lucho lo miró reprimiendo el grito de angustia a causa de la pena que le aguijoneaba el alma, lo atrajo contra su pecho mientras le acariciaba las orejas y se le empapaba la camisa de sangre. ¿Quién le hizo esto a mi perro? ¿Quién lo hizo? Los presentes no hablaron, solo se limitaron a apuntar con sus dedos hacia la casa de Rodrigo. Fue lo único que se le escucho decir a lucho la noche de la muerte de su perro; ni una palabra mas, ni una maldición, ni una amenaza. Se encerró en su cuarto a escuchar los improperios que Rodrigo le lanzaba a su hermana en la casa de al lado y se durmió soñando que Agustín volaba hacía una luz que pendía del cielo, moviendo unas alas blancas enormes como las de una garza gigante.

Lucho se dejó cobijar por la rutina diaria de pescar y vender barbú y no tomo represalias contra su cuñado con el que seguía compartiendo como si no hubiera pasado nada. Todo marchaba dentro de los parámetros normales de la convivencia hasta que sucedió lo inevitable: Rodrigo en un ataque de furia ciega le propino cinco puñaladas a Concepción una noche en que llegó borracho y no encontró la comida preparada. Los vecinos trataron de auxiliarla, pero los esfuerzos por salvarle la vida fueron infructuosos debido a la gravedad de las heridas y a la cantidad de sangre que perdió camino al hospital. Cuatro policías entraron a la casa y sacaron a Rodrigo, aún borracho, esposado como el criminal que era y lo condujeron a la cárcel municipal a la espera de que Lucho fuera a presentar cargos, pero no lo hizo. Una vez más defraudaba a la gente que estaba convencida de que acusaría a Rodrigo como el único autor de la muerte su hermana. Solo se limitó a decir: que lo juzgue y lo castigue Dios, porque yo no estoy en capacidad de presentar denuncia alguna. Hasta el mismo inspector de la policía fue hasta su casa una noche a explicarle de la importancia que era tener a un asesino de la calaña de Rodrigo, por lo menos treinta años tras las rejas, pero Lucho le dijo que era imposible que le siguiera insistiendo ya que a él lo que Dios le quito de valor, se lo dio en indulgencia, que perdonaba a Rodrigo porque su castigo iba a ser el de extrañar todos los días de su vida las peleas que entablaba con su hermana al anochecer.

A Rodrigo, en ausencia de una acusación por parte de un familiar de la víctima, solo le dieron tres años de cárcel al cabo de los cuales salio por buena conducta. Volvió a sus andanzas y a la vieja casa vecina de la de Lucho. Salía en al anochecer a tirar las nasas y regresaba en la mañana a desenredar los pescados que caían en las jaulas. Así pasaron seis meses sin que se notara en Lucho siquiera un ápice de rencor o de venganza, acrecentando en el concepto de sus vecinos su falta de gallardía. Pero una mañana en que caía una lluvia menuda en la orilla del puerto, mientras Rodrigo hacía collares de barbú con la pita de nailon, Lucho se le acercó con la pasmosa tranquilidad de siempre y le pidió un cigarrillo. Rodrigo se secó las manos con un trapo sucio y mientras miró su bolsillo para buscar el paquete sintió la hoja delgada del un cuchillo que le atravesaba la mano, la caja de cigarros y el corazón. Ante él Lucho seguía empujando contra su cuerpo una y otra vez la filosa hoja de metal mientras el se desplomaba sin sentido. Mas tarde en la morgue, al contemplar el cuerpo sin vida de Rodrigo cribado a puñaladas, el forense diría que el asesinato fue ejecutado por uno de los mas despiadados asesinos que hubiera conocido jamás; le contabilizaron sesenta y siete puñaladas a la luz mortecina de las lámparas. En cuanto a Lucho solo se sabe que esa misma mañana, con paso cansino, sin premura y con el cuerpo empapado de sangre, llegó a su casa, se baño con esmero, empaco sus pocas pertenencias en una caja de cartón y se largó del pueblo dejando atrás el asombro o tal vez la complacencia de la gente, que vio como se le despertó el león dormido que llevaba dentro durante muchos años.
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sábado, julio 28, 2007


Quiero que seas luz, que seas felicidad, que seas mi sosiego en los días agitados —y en la noche fría y espesa — mi abrigo, mi prisión de brazos.
Yo seré tu amante, tu arsenal de besos, pero más que todo eso, seré tu mayor proveedor de felicidad en este mundo.
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miércoles, junio 20, 2007


VENGO A DARTE EL ALMA
LETRA Y MÚSICA: Calixto Enrique Avila Tirado
Canción dedicada a mi futura esposa: Marlene Rojas Lamby
I
Hoy te pongo mi amor a tus pies
hoy te entrego mi alma sufrida.
Soy humilde y sencillo, ya ves
como vengo a entregarte la vida.

Traigo un verso bordado en clavel
y el corazón lleno de poesía.
Se dibuja el amor en mi piel,
la palabras se hacen melodías.

Te traigo un corazón
que repleto de pasión
cultiva mil canciones,
un verso de Neruda,
esa poesía desnuda
que dibuja ilusiones.

Tambien te traigo las dulces palabras
del sentimiento innato de mi pueblo,
la pasión que siento por mi guitarra
y el amor que le tengo a mis viejos.
Sin más palabras vengo a darte el alma,
cuídala mucho en tus manos la dejo.
II
Hoy quisiera una estrella bajarte,
para luego ponerla en tus manos.
Mi princesa yo quisiera darte
lo mas bello, mas tierno y humano.

De San Marcos te voy a traer
una canción de Alejandro Rodríguez
para luego poder componer
lo mas bello que tu a mi me inspires.

Traigo las serenatas
con voces y guitarra
que inundan el silencio,
la sonrisa de un niño
que espera con cariño
el primer dia de colegio.

También te traigo las dulces palabras
del sentimiento innato de mi pueblo,
la pasión que siento por mi guitarra
y el amor que le tengo a mis viejos.
Sin mas palabras vengo a darte el alma
cuídala mucho en tus manos la dejo.
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domingo, mayo 27, 2007


SALA DE URGENCIAS
Por Calixto Avila Tirado

En la mañana del sábado me encontraba en mi oficina trabajando de manera habitual como lo he hecho desde los últimos seis años para la empresa a la cual le presto mis servicios. En medio de un asiento contable me tomaron por asalto las ganas de tomar agua, así que me levanté de súbito de mi silla ergonómica con la disposición de ir a la nevera a beber el líquido de la vida, dejando las gafas que utilizo para trabajar en la computadora —que no tienen una pizca de aumento— encima de mi escritorio que yacía sembrado de números contenidos en sus respectivas carpetas. De pronto sentí un leve mareo, la vista se me nubló de improviso y hasta temí derrumbarme sobre el piso que mantiene aseado Rosa, la señora de oficios varios. Fueron unos cuantos segundos que duró el malestar pero la preocupación de tener un conato de infarto aceleró mi respiración, y una sensación de debilidad inusitada en mi cuerpo me llevó de nuevo a la silla. Tome varios sorbos de agua y el sosiego me llegaba con la misma lentitud con que el líquido irrigaba mi cuerpo, haciéndolo llegar a su estado natural.

Le dije a mi asistente que me iba para la clínica de urgencias de mi EPS que queda a pocas cuadras de la oficina y que la dejaba a cargo de mis obligaciones en la mañana. Entré a mi carro que estaba estacionado en frente de mi trabajo y preciso cuando uno quiere andar rápido todo conspira para que se avance lo más lento posible. Sacando el vehículo en reversa me percaté de que un caballero a mi derecha ya me estaba impidiendo el paso cuando salía con el suyo. El tráfico estaba más enredado que nunca pero logré llegar a la EPS sin mayores inconvenientes. Me dirigí hacia la puerta que decía URGENCIAS y pude ver una cola como de diez personas entre ancianos, jóvenes y mujeres embarazadas. Con intermitentes olas de mareo en mi cabeza me ubico al final de la fila mientras una señora discute con la recepcionista acerca del pago de una cuota que supuestamente la empresa para la cual trabaja, ya ha cancelado, pero que el SISTEMA aún la tiene registrada. La hilera de persona se encuentra taponada por la escaramuza de la usuaria con la recepcionista y las caras de nosotros evidenciaban además de la enfermedad, el desespero por llegar al consultorio del médico de una vez por todas. No logro comprender el letrero de URGENCIAS en la entrada de la recepción cuando en El Pequeño Larousse Ilustrado esta palabra tiene las siguientes acepciones: “Urgencia: necesidad apremiante de una cosa. Sección de los hospitales en que se atiende a los enfermos y heridos graves que necesitan cuidados médicos de inmediato”. Parece que debe haber un error de logística en esta EPS o la salud para ellos a pasado a ser un negocio y yo soy un simple cliente que tiene una necesidad tan elemental como la de arreglar una anomalía del carro para la cual debo esperar a que el mecánico se desocupe. Después de cinco, o quien sabe, mas minutos muestro mi cédula de ciudadanía y el carné que me hace parte del gueto de usuarios del Plan Obligatorio de Salud, por el que me descuentan de mi sueldo una suma no despreciable mes a mes sin que yo me pueda oponer alegando que rara vez utilizo estos servicios. La recepcionista me devuelve los documentos y me dice —Entra a esa sala que ahora te llaman— Entro y caigo en la cuenta que además de las diez personas que tenía al frente hay como otras doce esperando con anterioridad para ser atendidas “de urgencia”, así que sin proferir palabras saco un libro para sumergirme en las olas de los minutos mientras llega mi turno, porque parece que voy a pasar toda la mañana en esta mal llamada “Sala de Urgencias”.

Después de una hora aproximadamente de haber llegado por fin un vigilante con tapabocas y guantes de cirugía, que más bien parecía salido de una película de Alfred Hitchcock, menciona mi nombre y me dice que pase al consultorio tres. Llego y la doctora me dice que me siente en la camilla y me hace la pregunta que los galenos no dejan de soslayo — ¿Qué tienes?— Le relaté la historia del mareo que les conté a principio de este artículo con pelos y señales. La doctora me mira con cara de pocos amigos y me dice —¿Y por un mareo tú vienes a urgencia?— Le dije que estaba preocupado por que yo soy una persona sana pero que llevo una vida sedentaria por causa de mis obligaciones, que he visto muchos casos en que un mareo de este tipo se convierte en el albor de un infarto. Le explique que mi mamá y mi novia me prohíben los deliciosos patacones que como religiosamente todas las tardes en un local improvisado en el área peatonal cerca de mi oficina, en donde discuto de fútbol y política con la asidua clientela y los dueños del negocio y que todos estos agravantes hacen que mi colesterol llegue a 242, eso sin contar otros delitos alimenticios que cometo, por causa de mi apetito sabiamente educado en las sabanas de Sucre. La doctora detrás de su computadora me da la impresión de anotar todo con puntos y comas. Parece encontrar una salida para deshacerse del molesto paciente aunado a su triste historia de colesterol y patacones en las tardes de estrés y dice que su máquina mágica acaba de encontrar la panacea para mis males y que pase por otra recepción en donde hay una señorita y otro vigilante —esta vez sin tapabocas y guantes de cirugía— en donde me entregaran tres hojas tamaño media carta que tienen escrita la medicina que ella sabiamente acaba de formularme. Le pregunté por mi diagnóstico y empezó a decirme lo que yo ya sabía de antemano: que me alejara de las grasas, que no más patacones y que hiciera un poco de ejercicio —son sorprendentes las conclusiones a las que llega un computador de un médico de la EPS.

Recogí la receta médica y fui a la farmacia de la EPS que tenía otra cola de diez personas (esto parece una norma en esta EPS, no hay colas con menos de diez personas) El encargado tomó original y copia, suspiró y sin mirarme a la cara me dice —Aquí no tengo todas estas pastillas. Tienes que ir a buscarlas a la IPS tuya, o sea, en donde te dan las citas— A estas horas, ya yo me he aliviado completamente del mareo, además he tenido un autocontrol envidiable para Ghandi o para un instructor de yoga. De manera que tomo los medicamentos de la fórmula incompletos y me voy para mi IPS. Al llegar allá tampoco encuentro las benditas pastas pero el farmaceuta, que esta visiblemente enojado y no es más amigable que el anterior, me dice que valla a otra dirección. Mi calma de asceta ya ha sido puesta a prueba el tiempo suficiente durante esta mañana, así que antes de perder los estribos me voy para mi oficina completamente recuperado sin tomar medicina alguna. Mas tarde tomo el teléfono y llamo a una droguería y descubro una verdad aterradora: Las pastillas que me recetó la sabia doctora —que hacen parte del lenguaje prosaico—solo valen dos mil quinientos pesos. Creo que si las EPS siguen formulando estas medicinas están expuestos a una quiebra inminente.
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lunes, abril 30, 2007

Se va Cholo


SE VA CHOLO
Por Calixto Avila Tirado
Despedida a mi amigo Orlando Camargo que se fue para los Estados Unidos a vivir con su esposa, Yolima. Exitos, compadre.
I
Todos los amigos venimos a parrandear
Mi compadre Orlando ya se va pal exterior
Y tomando trago nos vamos a emborrachar
De los parranderos Orlando ha sido el mejor

Y lo verán lavando carros
Cosas que no hizo en Barranquilla
Cholo que nunca ha trabajado
Piensa allá darse la gran vida

Tal vez Orlando en la Yunai
Cuando camine por las calles
Va a recordar a Ivan Vidal
Tomando trago allá en el Valle

Ya se va, ya se va mi compadre Cholo
Parrandeando, parrandeando yo me quedo solo.
Ya se va, ya se va mi compadre Cholo
Desde ahora en Barraquilla lo extrañamos todos.

II
Mi compadre Cholo seguro va a disfrutar
Paseando en los trenes del metro de Nueva York
Acá lo esperamos en un bus de Cochofal
O en un Loma Fresca con un tronco de calor

Recordará la sopa e Pablo
Y el popular arroz de liza
Junior jugando en el estadio
cuando propina una paliza.

Y me imagino el carnaval
Cuando lo estén televisando
seguro querrá parrandar
Con Jean Carlos y el viejo Orlando.

Ya se va, ya se va mi compadre Cholo
Parrandeando, parrandeando yo me quedo solo.
Ya se va, ya se va mi compadre Cholo
Desde ahora en Barraquilla lo extrañamos todos.
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viernes, marzo 30, 2007

Lo más cerca que estuve de Gabriel García Márquez


Lo más cerca que estuve de Gabriel García Márquez
Por Calixto Ávila Tirado


La primera vez que escuche algo del insigne escritor colombiano fue a través de un radio transistor de mis tíos maternos en San Marcos: se había ganado el premio Nóbel de literatura y mi mente infantil no alcanzaba a dimensionar la importancia de tal reconocimiento. Desde entonces me encontraba su nombre en cada texto de español y literatura cuando recibía las primeras instrucciones de vida en la “Escuela Modelo” del profesor Ismael y se hablaba de él como algo mítico y extraordinario en el campo de las letras. Tanto que se despertó en mi el deseo de aprender a leer lo mas pronto posible para descubrirlo en sus obras literarias.

Los años pasaron y el devenir de los tiempos me trajo a estudiar en la ciudad de Barranquilla, en donde los días se me hicieron difíciles por el dolor de haber cortado el cordón umbilical que me ataba a mi natal San Marcos y al seno de mi familia. La facilidad con que me granjeo amigos me llevó a conocer a Isabelita, una sobrina de una vieja gloria del equipo Junior, que sentía un pavor por las matemáticas solo comparado con el miedo que sentimos los mortales por la muerte. Así que aparte de compartir amistad, compartíamos textos y yo le cambiaba mis pocos conocimientos en logaritmos y derivadas por cualquier invitación a almorzar.

Recuerdo que un profesor nos puso un extenso trabajo sobre un tema que no logro precisar en este momento, el cual teníamos que elaborarlo en grupo de dos personas, y transcribirlo en computador para su posterior presentación. Por aquel entonces ni mi amiga ni yo poseíamos computadora y tocaba buscar a algún conocido que nos la prestara para ahorrarnos el dinero que costaba poner la tarea en condiciones de entrega. Isabelita tuvo la brillante idea de recurrir a Cundy, una amiga que vivía en un conjunto residencial al norte de la ciudad, quien tenía un ordenador, y según arreglos previos nos los prestaría con el mayor agrado del mundo.

Acordamos que nos veríamos el domingo en equis lugar de Barranquilla, para llegar a la morada de Cundy y así lo hicimos. Al llegar a la casa entramos en el estudio, en donde estaba ubicado el computador, y puse mi esmirriado cuerpo en un sillón de descanso que estaba en un rincón del recinto, no sin antes hacer las presentaciones de rigor para poder relacionarme con la amiga de Isabelita en un tono más familiar. Al rato entraron los padres de Cundy, y de inmediato noté en el rostro del papá, el de alguien conocido, pero por mucho que me esforzaba no lograba dar con el parecido. Lo miraba, algunas veces de reojo, y otras de frente de manera descarada, como tratando de escudriñar en su faz la cara oculta que andaba buscando, pero pese a mis ingentes esfuerzos me era imposible relacionarlo. La madre de Cundy al ver mis constantes miradas al rostro de su esposo me dice amigablemente: “No te preocupes, no eres el primero que lo mira de esa manera, siempre nos pasa lo mismo; en el cine, en el supermercado, en la fila del banco. Siempre”. Yo, apenado me disculpé. –¿Se te parece a alguien? –Me interpeló. Le dije que si, pero que en ese momento no lograba precisar a quien se me parecía. –¿Cómo a Gabriel García Márquez?. Claro, le dije analizando el extraordinario parecido de aquel caballero con el eximio escritor colombiano, mientras el padre de Cundy decía “Es que somos parientes”. –Deja de mamarle gallo al muchacho, le dijo la esposa, ¿Por qué no le dices de una vez que son hermanos. –¿Hermanos? Le pregunté. –De padre y madre me dijo de manera orgullosa. Le di mi mano al hijo del telegrafista de Aracataca para saludarlo y cuando lo hice sentía que tocaba un pedazo de Macondo, que estaba sumido en el olor a guayaba del ambiente y que las alas enormes de aquel escritor muy bueno estaban frente a nosotros. Al rato entramos en la sala, en donde había muchas fotos que la familia conservaba como trofeo, pero para ellos no eran las fotos de alguien famoso; era las fotos del hermano, del cuñado, del tío.

Hoy precisamente viendo en la televisión tantos filólogos rindiéndole tributo a Gabo con motivo de los cuarenta años de Cien Años de Soledad, en Cartagena de Indias, recordé aquel incidente de mis primeros meses en Barranquilla. Mis amigos tal vez dirán que soy presa del realismo mágico de la obra del Nóbel colombiano, pero yo si les puedo decir que tomo aquel momento como lo mas cerca que estuve de Gabriel García Márquez.
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domingo, febrero 25, 2007

NO CREO EN ESPANTOS
Por Calixto Avila Tirado

No creo en espantos. Así les dije a mis amigos en plena parranda cuando uno de ellos había contado la espeluznante historia de una novia, cuyo novio fue asesinado de cinco impactos de bala en plena boda. Mi amigo, rodeado de un ambiente de misterio y ataviado de un silencio desgarrador, comentaba que la familia de la novia estaba maldita, que tenía pactos con el demonio y que por eso sucedió la tragedia. La doncella en mas de una ocasión intentó casarse pero sus prometidos habían tenido un trágico final: el primero pereció ahogado cuando en una madrugada llegando a su casa, embriagado hasta el cansancio, cayó dormido boca abajo con la cabeza metida en un charco de agua en medio de la calle solitaria; al segundo un inexplicable accidente le arrebató la vida en la vía que conduce a Santa Inés. Con el último la muerte impaciente no esperó que el cura sentenciara la trillada frase de “los declaro marido y mujer hasta que la muerte los separe” y se lo arrancó de los brazos en el atrio de la iglesia. Eran muchas historias las que se tejían sobre la saga de la novia. Contaban que toda su riqueza pertenecía al demonio y que en las fincas de sus padres encontraban a algunos trabajadores asesinados con la lengua arrancada de cuajo.
El aire se volvía denso, la madrugada estaba helada y yo seguía con mi tema: “no creo en espantos”
—Ese es porque estás tomando —me decía mi amigo que narraba la historia —pero si estuvieras bueno y sano otro gallo te cantaba —sucede que la novia después de haber perdido tantas batallas en el campo del amor con su gran oponente, la muerte, decidió ponerle fin a sus días colgándose de uno de los dos árboles de los Mangos Mellos, (léase los Mangos Gemelos) que quedan en la esquina del patio del colegio San José, circundados por dos de las calles que dan a los Tres Chorros. Desde entonces cuenta la gente que en las noches caliginosas una mujer vestida de novia se pasea por esos parajes, barbullando una canción de amor, como tratando de culminar lo que no pudo hacer en vida: Estar felizmente casada.

Todos estaban en silencio, y no era para menos. Esas historias de terror a las dos de la madrugada a más de uno atemorizan. El trago se había acabado y con los rastros de pavor de la historia desperdigados por el aire, nadie quería ir al estanco más cercano a comprar otra botella de licor.

—Esas son puras habladurías —les dije —Más bien vamos a acabar con esta parranda con una buena ronda de serenatas.

El silencio era absoluto. Del oriente venía cubierto de frío y sombra el canto de la chicharra. Los ecos de música lejana habían fenecido tal vez destrozados por la violenta historia. Mi amigo Henry, de pocas palabras y diáfano entendimiento rompe el mutismo con una propuesta que queda revoleteando en mi cabeza —Hombe Cali. Ya que eres tan escéptico, juguemos un rato con nuestra gallardía. Vayamos todos a la calle en la que sale ese espanto de marras a infundir el terror en este mundo que es de nosotros los vivos.

Divertidos todos al unísono aceptamos el desafío de enfrentarnos por primera vez con las fuerzas del mas allá, de abrir la ventana oculta del esoterismo para aventurarnos y tal vez resolver de una vez por todas el misterio de la Novia en Pena. —Bueno, si vamos a ir— Dijo mi hermano Marcial —Hay que ir con municiones. Y el arsenal que necesitamos lo tiene Naddo en su Kiosco “El Capricornio” de la plaza Porras. Yo creo que unas cuantas botellas de Aguardiente serán suficientes para derrotar tanto a la demoníaca aparición y al miedo. Como decía mi tío que en paz descanse y que mis palabras no lo ofendan (y si se ofende que venga y reclame): “Al borracho lo ve dios”. Entonces, a mas grado de alcohol en la sangre, mas bendiciones divinas.

Salimos la cofradía de amigos izando las guitarras y las botellas vacías. La unión hace la fuerza y un pueblo unido jamás será vencido dice el adagio popular. Las calles estaban solas pero a medida que avanzábamos uno que otro noctámbulo era seducido por la causa. Entramos al “Capricornio” y Naddo nos suministró cuatro piponas de aguardiente con la condición de que se las pagáramos a más tardar el próximo sábado por la tarde. Al salir el olor del rocío de la madrugada fue aniquilado sin piedad por el delicioso aroma de las papas de Magdalena quien prepara las mejores frituras del país, y tal vez de todo el orbe mundial. Compramos varias papas fritas que fueron empacadas en bolsas de papel y así completamos nuestro armamento.

Llegamos a la calle encantada después de haber consumido dos de las cuatro botellas que nos acreditó Naddo y todas las papas de Magdalena. Nos sentamos a orillas de la calle en silencio, con las guitarras apagadas y el corazón latiendo como caballo desbocado esperando en medio de la oscuridad a que pasara el supuesto engendro del demonio. Transcurrió el tiempo en el vaivén de los minutos. Eran las tres y media de la madrugada. ­—Creo que es suficiente —Dijo Nilson —Mañana tengo que ir a Pinar del Río a comprar unos bocachicos y tengo que dormir por lo menos una hora.

—Deja de buscar subterfugios para escabullirte —Le dijo Pablo —Esperemos una media hora mas, porque la gente dice que los fines de semana es cuando ella sale.

Pablo no había terminado la frase cuando escuchamos una voz lastimera canturrear una canción a lo lejos: “Ya nos queremos, ya nos amamos, viva el amor. Vivan los novios cuando se aman de corazón”

No sabía si mi imaginación o la de todos, nos estaba jugando una mala pasada. Con un vestido largo, blanco como sus guantes, con el cabello largo hasta los senos cubriendo su rostro y con un cirio encendido, se acercaba lentamente la Novia Encantada, tarareando y cantando: “Ya nos queremos, ya nos amamos, viva el amor. Vivan los novios cuando se aman de corazón”.

En un momento de estos los ateos rezan el padre nuestro mientras bañan su cuerpo con la señal de la Santa Cruz. Le quito la botella de aguardiente a Pablo y me tomo dos seguidos. Marcial y Henry me secundan y hacemos de tripas corazón. Varios de nuestros amigos han puesto pies en polvorosa. De hecho creo que la borrachera que traían se les ha fugado con la misma velocidad de sus piernas. La tenue luz del alumbrado público hace que el cuadro fantasmagórico sea más espectral que hasta da la impresión que no camina, levita sobre el terreno escarpado de la calle. Indecisos caminamos como cuatro pasos hacia el inevitable encuentro pero ella se detiene, parece que nos analiza con sus ojos apagados detrás de la cortina de su cabellera mientras canta, ahora en un tono lastimero el mismo estribillo… “Ya nos queremos, ya nos amamos, viva el amor, vivan los novios cuando se aman de corazón”. En la acera pululan las piedras, Nilson toma una y se la lanza y parece haberla impactado en alguna parte del cuerpo porque se escucha el estruendo de un coco cuando cae desde una altura considerable.
—Mierda mi hermano, creo que le diste —Susurra Henry —Y lo que quiere decir eso es que no es un fantasma como pensábamos. Agarremos piedras y garrotes, porque mañana desayunaremos Novia Fantasma en el desayuno.

El fantasma que nos ve borrachos y decididos, retrocede, vacila y da media vuelta para tomar el camino de regreso mientras nosotros gritábamos: — ¿A donde crees que vas? Llegó el día en que vamos a saber quien eres en realidad— Dicho esto nos aventamos a la persecución del espectro que parecía no tener mucha movilidad por la parafernalia de su vestimenta. Corría desesperadamente, huía de nosotros con el mismo miedo con que huyeron nuestros amigos en el primer momento del encuentro. El cirio que llevaba encendido nos los había arrojado en un intento desesperado por defenderse de nuestro acoso pero ya era demasiado tarde. Marcial le había pisado la larga cola del vestido y ella había caído de bruces sobre la orilla de la carretera.

—No me maten, no me maten —Nos suplicaba —Que yo no soy ningún fantasma. Soy Gertrudis— Cuando apartamos su cabello para mirar su rostro nos dimos cuenta que era verdad. Se trataba de Gertrudis, la esposa de Bladimir Muñoz, un comprador de pescado que viajaba en una embarcación con un motor fuera de borda, por todos los ranchos de los pescadores, negociando los frutos del río. Como el infortunado marido salía a altas horas de la noche, Gertrudis aprovechaba y salía vestida de novia de su casa para encontrarse con su amante en una casa de la esquina de los Tres Chorros, y luego se regresaba de la misma manera, en la madrugada cuando su marido aún se encontraba en sus correrías, para amanecer durmiendo en su habitación. ¿Comprenden por que no creo en los Espantos?
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domingo, enero 21, 2007


Bumerang, tan real como la vida misma

Qué cómo fue que la conocí, Señora. Fue en el esplendor de mi vida. Yo tenía un próspero negocio de venta de jugo de patilla con limón ubicado en una calle al norte de la ciudad, que a pesar de ser un puesto callejero, era frecuentado por toda clase de personas: profesionales, artistas, oficinistas y gente del común. Ese lugar estaba tocado, guiado y bendecido por la mano de Dios. Créame Señora, que el dinero llegaba con el mismo ímpetu de esa brisa que con proyectiles de arena arremete contra nuestro rostro en las noches del mes de enero. Había plata a manos llenas, Señora, y yo era un hombre feliz porque había tenido un ascenso vertiginoso en la escala de la vida. Vivía con mi esposa La Mariana, sitica ella, tan abnegada y tan sufrida por la recua de sinsabores que se tuvo que tragar sin siquiera masticarlos, uno tras otro, como quien ingiere un alimento que nunca le ha gustado, pero que no tiene mas remedio que comerlo para no morir de hambre. Teníamos una casa tan enorme como nuestros planes para el futuro y dos pequeños hijos que eran la luz de mis ojos. Para no desviarme del tema, y perdónenme si la aburro con mis cosas, Señora, pero es que ya no soy ni la sombra de lo que fui, yo la conocí porque como usted misma dice “El diablo es puerco”. Imagínese que la primera vez que la vi fue en el bus. ¿Cuándo demonios yo cogía bus en ese entonces, si yo no me bajaba de los taxis? Pero ese día el destino había conspirado y marcó en su agenda la hora y los minutos exactos en que yo iba a ver la manzana de la tentación y sabía que yo no iba a parar hasta haber comido de ella. Como le decía, Señora, la vi y quedé deslumbrado con su belleza: ojos grandes y marrones, caderas anchas y fina cintura y su cabello, si mal no recuerdo, estaba adornado con una diadema de color azul. A usted le parecerá raro, Señora, que yo tenga incrustada todavía esa imagen en mi memoria después de todo lo que ella me hizo, pero dígame ¿Cómo voy a olvidarlo si ese fue el preludio de mi destierro del mundo de la tranquilidad y la comodidad? Pero venga y le sigo contando. El vehiculo estaba atiborrado de gente, de ruido, de música vallenata y de uno que otro olor nauseabundo. Yo iba sentado en el asiento que da hacia el pasillo porque había tomado el transporte en albor de su recorrido, pero cuando ella se subió, había muchas personas de pie. Mi caballerosidad y mi atracción repentina hacia ella me acicatearon para hacerle un ademán indicándole que se sentara en mi puesto. Me dio las gracias con una voz más dulce que mi jugo de patilla con limón. Ya se lo que está pensando, Señora, que esa voz hoy tiene más jugo de limón que de patilla, pero no se ría, que para ese tiempo ella era tierna y amorosa y por eso fue que adosé mi vida a la suya. No proferimos mas durante el recorrido pero yo me quedé con la mirada inmersa en su escote pronunciado. Ella parecía encantada con el asedio de mis ojos y cuando se levantó para bajarse me fui tras ella sin disimular. Era como si me hubiese atado una cuerda invisible para halarme y obligarme a seguir el olor de su rastro. Ya en la acera me preguntó si la estaba siguiendo y yo le dije que si de inmediato. Después de presentarnos de manera formal y charlar como quince minutos intercambiamos números telefónicos. Desde ese día el reloj despedazaba en átomos los segundos y los reconstruía uno a uno haciendo de los minutos una eternidad y las horas transcurrían en medio de mi desespero por verla en el bus todas las tardes. Y mi Mariana, Señora, empezó a notar mis llegadas a deshoras, mi cansancio y otra cantidad de subterfugios para no cumplirle en las noches como esposo y mi afán para salir de la casa en las mañanas. Como me arrepiento hoy, Señora, de haberle infringido tanto dolor. Y fue para unos carnavales cuando le dije a mi esposa que me iba de la ciudad a comprar un cargamento de patillas, y Mi Mariana a sabiendas de que me iba a ver con ella, me puso en la maleta mis mejores prendas de vestir. Parecía resignada a perderme o mas bien la ataba a mi la cantidad de dinero que yo le daba para sostener la casa. Durante esos cuatro días de fiesta en medio de los desfiles de las carrozas, las comparsas de las marimondas, los congos y los toritos comprobé que ya no podía dar marcha atrás, que estaba perdidamente enamorado de esa mujer a quien todos le decía La Otra. Le propuse que nos fuéramos a vivir juntos y así fue como me marché de la casa como un muchacho soltero sin ninguna obligación y como si no hubiera tenido nada que perder. El sentimiento ignito, la pasión y la lujuria nos llevaron a concebir a este muchachito que usted ve aquí, Señora, mi hijo que hoy tiene diez años. Mariana me seguía llamando y lloraba de amargura cuando yo le decía que no podía volver con ella. Una tarde Mariana llegó a mi negocio diciéndome que ella quería rehacer su vida, que tenía un pretendiente. Mas por curiosidad que por celos, indagué mas detalles del supuesto novio. Me dijo que era un pensionado de la Base Naval de cuarenta y cinco años de un corazón tan bueno y lleno de amor paternal para mis hijos. Le dije que me alegraba por ella, que siguiera adelante. Pero sabe Señora, hoy sacando cuentas pienso que Mariana no vino a pedirme permiso. No. Ella vino con la esperanza de que yo recapacitara y le obstaculizara el gran paso que iba a dar. Pero yo Señora, que soy tan bruto para captar esos mensajes inteligibles de las mujeres la dejé ir sin mas ni mas. Hoy Mi Mariana, que ya no es Mi Mariana, vive como una reina con ese señor jubilado de la Base Naval y a mis dos hijos no les hace falta nada. Pero ya sabe, Señora, que mi Dios no castiga con vara ni con látigo. La vida misma, como un bumerang, te devuelve todo lo malo que hiciste en este mundo y ahí están las consecuencias. Mi negocio empezó a decaer y mis acreedores poco a poco se fueron adueñando de él. Como ya no podía llevar mucho dinero a la casa comencé a tener problemas con ella. ¿Con quién?¿Con la Mariana? ¡No hombe! Con la mujer con la que me fui a vivir y que ha sido el motivo de mi desdicha. Con la crisis económica llegaron las discusiones y ella me faltaba al respeto con un vocabulario soez, palabras que no me atrevo yo a repetir, que no se le dicen a la gente querida. Un día llegué a la casa y me dijo sin atenuantes que tenía a otro hombre y que si quería comer algo que me lo preparara yo mismo. ¿Usted puede creer, Señora? Tiene a otro inocente pobre amigo, como dice la canción del cantante mexicano y me lo dice, sin importarle su felonía, de una manera tan vil y despreciable. Es por eso, Señora que me traje a mi hijo, que es lo único bueno que me queda de esa relación, y le pido el favor que me de posada por esta noche, porque aquí donde me ve, ya tengo un negocio nuevo de comidas rápidas. Me esta yendo bien con las ventas y estoy seguro que Dios me va a perdonar todo lo malo que le hice a mis hijos y a la Mariana, y a él le pido que me de sabiduría para no cometer los mismos errores.
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