domingo, febrero 25, 2007

NO CREO EN ESPANTOS
Por Calixto Avila Tirado

No creo en espantos. Así les dije a mis amigos en plena parranda cuando uno de ellos había contado la espeluznante historia de una novia, cuyo novio fue asesinado de cinco impactos de bala en plena boda. Mi amigo, rodeado de un ambiente de misterio y ataviado de un silencio desgarrador, comentaba que la familia de la novia estaba maldita, que tenía pactos con el demonio y que por eso sucedió la tragedia. La doncella en mas de una ocasión intentó casarse pero sus prometidos habían tenido un trágico final: el primero pereció ahogado cuando en una madrugada llegando a su casa, embriagado hasta el cansancio, cayó dormido boca abajo con la cabeza metida en un charco de agua en medio de la calle solitaria; al segundo un inexplicable accidente le arrebató la vida en la vía que conduce a Santa Inés. Con el último la muerte impaciente no esperó que el cura sentenciara la trillada frase de “los declaro marido y mujer hasta que la muerte los separe” y se lo arrancó de los brazos en el atrio de la iglesia. Eran muchas historias las que se tejían sobre la saga de la novia. Contaban que toda su riqueza pertenecía al demonio y que en las fincas de sus padres encontraban a algunos trabajadores asesinados con la lengua arrancada de cuajo.
El aire se volvía denso, la madrugada estaba helada y yo seguía con mi tema: “no creo en espantos”
—Ese es porque estás tomando —me decía mi amigo que narraba la historia —pero si estuvieras bueno y sano otro gallo te cantaba —sucede que la novia después de haber perdido tantas batallas en el campo del amor con su gran oponente, la muerte, decidió ponerle fin a sus días colgándose de uno de los dos árboles de los Mangos Mellos, (léase los Mangos Gemelos) que quedan en la esquina del patio del colegio San José, circundados por dos de las calles que dan a los Tres Chorros. Desde entonces cuenta la gente que en las noches caliginosas una mujer vestida de novia se pasea por esos parajes, barbullando una canción de amor, como tratando de culminar lo que no pudo hacer en vida: Estar felizmente casada.

Todos estaban en silencio, y no era para menos. Esas historias de terror a las dos de la madrugada a más de uno atemorizan. El trago se había acabado y con los rastros de pavor de la historia desperdigados por el aire, nadie quería ir al estanco más cercano a comprar otra botella de licor.

—Esas son puras habladurías —les dije —Más bien vamos a acabar con esta parranda con una buena ronda de serenatas.

El silencio era absoluto. Del oriente venía cubierto de frío y sombra el canto de la chicharra. Los ecos de música lejana habían fenecido tal vez destrozados por la violenta historia. Mi amigo Henry, de pocas palabras y diáfano entendimiento rompe el mutismo con una propuesta que queda revoleteando en mi cabeza —Hombe Cali. Ya que eres tan escéptico, juguemos un rato con nuestra gallardía. Vayamos todos a la calle en la que sale ese espanto de marras a infundir el terror en este mundo que es de nosotros los vivos.

Divertidos todos al unísono aceptamos el desafío de enfrentarnos por primera vez con las fuerzas del mas allá, de abrir la ventana oculta del esoterismo para aventurarnos y tal vez resolver de una vez por todas el misterio de la Novia en Pena. —Bueno, si vamos a ir— Dijo mi hermano Marcial —Hay que ir con municiones. Y el arsenal que necesitamos lo tiene Naddo en su Kiosco “El Capricornio” de la plaza Porras. Yo creo que unas cuantas botellas de Aguardiente serán suficientes para derrotar tanto a la demoníaca aparición y al miedo. Como decía mi tío que en paz descanse y que mis palabras no lo ofendan (y si se ofende que venga y reclame): “Al borracho lo ve dios”. Entonces, a mas grado de alcohol en la sangre, mas bendiciones divinas.

Salimos la cofradía de amigos izando las guitarras y las botellas vacías. La unión hace la fuerza y un pueblo unido jamás será vencido dice el adagio popular. Las calles estaban solas pero a medida que avanzábamos uno que otro noctámbulo era seducido por la causa. Entramos al “Capricornio” y Naddo nos suministró cuatro piponas de aguardiente con la condición de que se las pagáramos a más tardar el próximo sábado por la tarde. Al salir el olor del rocío de la madrugada fue aniquilado sin piedad por el delicioso aroma de las papas de Magdalena quien prepara las mejores frituras del país, y tal vez de todo el orbe mundial. Compramos varias papas fritas que fueron empacadas en bolsas de papel y así completamos nuestro armamento.

Llegamos a la calle encantada después de haber consumido dos de las cuatro botellas que nos acreditó Naddo y todas las papas de Magdalena. Nos sentamos a orillas de la calle en silencio, con las guitarras apagadas y el corazón latiendo como caballo desbocado esperando en medio de la oscuridad a que pasara el supuesto engendro del demonio. Transcurrió el tiempo en el vaivén de los minutos. Eran las tres y media de la madrugada. ­—Creo que es suficiente —Dijo Nilson —Mañana tengo que ir a Pinar del Río a comprar unos bocachicos y tengo que dormir por lo menos una hora.

—Deja de buscar subterfugios para escabullirte —Le dijo Pablo —Esperemos una media hora mas, porque la gente dice que los fines de semana es cuando ella sale.

Pablo no había terminado la frase cuando escuchamos una voz lastimera canturrear una canción a lo lejos: “Ya nos queremos, ya nos amamos, viva el amor. Vivan los novios cuando se aman de corazón”

No sabía si mi imaginación o la de todos, nos estaba jugando una mala pasada. Con un vestido largo, blanco como sus guantes, con el cabello largo hasta los senos cubriendo su rostro y con un cirio encendido, se acercaba lentamente la Novia Encantada, tarareando y cantando: “Ya nos queremos, ya nos amamos, viva el amor. Vivan los novios cuando se aman de corazón”.

En un momento de estos los ateos rezan el padre nuestro mientras bañan su cuerpo con la señal de la Santa Cruz. Le quito la botella de aguardiente a Pablo y me tomo dos seguidos. Marcial y Henry me secundan y hacemos de tripas corazón. Varios de nuestros amigos han puesto pies en polvorosa. De hecho creo que la borrachera que traían se les ha fugado con la misma velocidad de sus piernas. La tenue luz del alumbrado público hace que el cuadro fantasmagórico sea más espectral que hasta da la impresión que no camina, levita sobre el terreno escarpado de la calle. Indecisos caminamos como cuatro pasos hacia el inevitable encuentro pero ella se detiene, parece que nos analiza con sus ojos apagados detrás de la cortina de su cabellera mientras canta, ahora en un tono lastimero el mismo estribillo… “Ya nos queremos, ya nos amamos, viva el amor, vivan los novios cuando se aman de corazón”. En la acera pululan las piedras, Nilson toma una y se la lanza y parece haberla impactado en alguna parte del cuerpo porque se escucha el estruendo de un coco cuando cae desde una altura considerable.
—Mierda mi hermano, creo que le diste —Susurra Henry —Y lo que quiere decir eso es que no es un fantasma como pensábamos. Agarremos piedras y garrotes, porque mañana desayunaremos Novia Fantasma en el desayuno.

El fantasma que nos ve borrachos y decididos, retrocede, vacila y da media vuelta para tomar el camino de regreso mientras nosotros gritábamos: — ¿A donde crees que vas? Llegó el día en que vamos a saber quien eres en realidad— Dicho esto nos aventamos a la persecución del espectro que parecía no tener mucha movilidad por la parafernalia de su vestimenta. Corría desesperadamente, huía de nosotros con el mismo miedo con que huyeron nuestros amigos en el primer momento del encuentro. El cirio que llevaba encendido nos los había arrojado en un intento desesperado por defenderse de nuestro acoso pero ya era demasiado tarde. Marcial le había pisado la larga cola del vestido y ella había caído de bruces sobre la orilla de la carretera.

—No me maten, no me maten —Nos suplicaba —Que yo no soy ningún fantasma. Soy Gertrudis— Cuando apartamos su cabello para mirar su rostro nos dimos cuenta que era verdad. Se trataba de Gertrudis, la esposa de Bladimir Muñoz, un comprador de pescado que viajaba en una embarcación con un motor fuera de borda, por todos los ranchos de los pescadores, negociando los frutos del río. Como el infortunado marido salía a altas horas de la noche, Gertrudis aprovechaba y salía vestida de novia de su casa para encontrarse con su amante en una casa de la esquina de los Tres Chorros, y luego se regresaba de la misma manera, en la madrugada cuando su marido aún se encontraba en sus correrías, para amanecer durmiendo en su habitación. ¿Comprenden por que no creo en los Espantos?
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domingo, enero 21, 2007


Bumerang, tan real como la vida misma

Qué cómo fue que la conocí, Señora. Fue en el esplendor de mi vida. Yo tenía un próspero negocio de venta de jugo de patilla con limón ubicado en una calle al norte de la ciudad, que a pesar de ser un puesto callejero, era frecuentado por toda clase de personas: profesionales, artistas, oficinistas y gente del común. Ese lugar estaba tocado, guiado y bendecido por la mano de Dios. Créame Señora, que el dinero llegaba con el mismo ímpetu de esa brisa que con proyectiles de arena arremete contra nuestro rostro en las noches del mes de enero. Había plata a manos llenas, Señora, y yo era un hombre feliz porque había tenido un ascenso vertiginoso en la escala de la vida. Vivía con mi esposa La Mariana, sitica ella, tan abnegada y tan sufrida por la recua de sinsabores que se tuvo que tragar sin siquiera masticarlos, uno tras otro, como quien ingiere un alimento que nunca le ha gustado, pero que no tiene mas remedio que comerlo para no morir de hambre. Teníamos una casa tan enorme como nuestros planes para el futuro y dos pequeños hijos que eran la luz de mis ojos. Para no desviarme del tema, y perdónenme si la aburro con mis cosas, Señora, pero es que ya no soy ni la sombra de lo que fui, yo la conocí porque como usted misma dice “El diablo es puerco”. Imagínese que la primera vez que la vi fue en el bus. ¿Cuándo demonios yo cogía bus en ese entonces, si yo no me bajaba de los taxis? Pero ese día el destino había conspirado y marcó en su agenda la hora y los minutos exactos en que yo iba a ver la manzana de la tentación y sabía que yo no iba a parar hasta haber comido de ella. Como le decía, Señora, la vi y quedé deslumbrado con su belleza: ojos grandes y marrones, caderas anchas y fina cintura y su cabello, si mal no recuerdo, estaba adornado con una diadema de color azul. A usted le parecerá raro, Señora, que yo tenga incrustada todavía esa imagen en mi memoria después de todo lo que ella me hizo, pero dígame ¿Cómo voy a olvidarlo si ese fue el preludio de mi destierro del mundo de la tranquilidad y la comodidad? Pero venga y le sigo contando. El vehiculo estaba atiborrado de gente, de ruido, de música vallenata y de uno que otro olor nauseabundo. Yo iba sentado en el asiento que da hacia el pasillo porque había tomado el transporte en albor de su recorrido, pero cuando ella se subió, había muchas personas de pie. Mi caballerosidad y mi atracción repentina hacia ella me acicatearon para hacerle un ademán indicándole que se sentara en mi puesto. Me dio las gracias con una voz más dulce que mi jugo de patilla con limón. Ya se lo que está pensando, Señora, que esa voz hoy tiene más jugo de limón que de patilla, pero no se ría, que para ese tiempo ella era tierna y amorosa y por eso fue que adosé mi vida a la suya. No proferimos mas durante el recorrido pero yo me quedé con la mirada inmersa en su escote pronunciado. Ella parecía encantada con el asedio de mis ojos y cuando se levantó para bajarse me fui tras ella sin disimular. Era como si me hubiese atado una cuerda invisible para halarme y obligarme a seguir el olor de su rastro. Ya en la acera me preguntó si la estaba siguiendo y yo le dije que si de inmediato. Después de presentarnos de manera formal y charlar como quince minutos intercambiamos números telefónicos. Desde ese día el reloj despedazaba en átomos los segundos y los reconstruía uno a uno haciendo de los minutos una eternidad y las horas transcurrían en medio de mi desespero por verla en el bus todas las tardes. Y mi Mariana, Señora, empezó a notar mis llegadas a deshoras, mi cansancio y otra cantidad de subterfugios para no cumplirle en las noches como esposo y mi afán para salir de la casa en las mañanas. Como me arrepiento hoy, Señora, de haberle infringido tanto dolor. Y fue para unos carnavales cuando le dije a mi esposa que me iba de la ciudad a comprar un cargamento de patillas, y Mi Mariana a sabiendas de que me iba a ver con ella, me puso en la maleta mis mejores prendas de vestir. Parecía resignada a perderme o mas bien la ataba a mi la cantidad de dinero que yo le daba para sostener la casa. Durante esos cuatro días de fiesta en medio de los desfiles de las carrozas, las comparsas de las marimondas, los congos y los toritos comprobé que ya no podía dar marcha atrás, que estaba perdidamente enamorado de esa mujer a quien todos le decía La Otra. Le propuse que nos fuéramos a vivir juntos y así fue como me marché de la casa como un muchacho soltero sin ninguna obligación y como si no hubiera tenido nada que perder. El sentimiento ignito, la pasión y la lujuria nos llevaron a concebir a este muchachito que usted ve aquí, Señora, mi hijo que hoy tiene diez años. Mariana me seguía llamando y lloraba de amargura cuando yo le decía que no podía volver con ella. Una tarde Mariana llegó a mi negocio diciéndome que ella quería rehacer su vida, que tenía un pretendiente. Mas por curiosidad que por celos, indagué mas detalles del supuesto novio. Me dijo que era un pensionado de la Base Naval de cuarenta y cinco años de un corazón tan bueno y lleno de amor paternal para mis hijos. Le dije que me alegraba por ella, que siguiera adelante. Pero sabe Señora, hoy sacando cuentas pienso que Mariana no vino a pedirme permiso. No. Ella vino con la esperanza de que yo recapacitara y le obstaculizara el gran paso que iba a dar. Pero yo Señora, que soy tan bruto para captar esos mensajes inteligibles de las mujeres la dejé ir sin mas ni mas. Hoy Mi Mariana, que ya no es Mi Mariana, vive como una reina con ese señor jubilado de la Base Naval y a mis dos hijos no les hace falta nada. Pero ya sabe, Señora, que mi Dios no castiga con vara ni con látigo. La vida misma, como un bumerang, te devuelve todo lo malo que hiciste en este mundo y ahí están las consecuencias. Mi negocio empezó a decaer y mis acreedores poco a poco se fueron adueñando de él. Como ya no podía llevar mucho dinero a la casa comencé a tener problemas con ella. ¿Con quién?¿Con la Mariana? ¡No hombe! Con la mujer con la que me fui a vivir y que ha sido el motivo de mi desdicha. Con la crisis económica llegaron las discusiones y ella me faltaba al respeto con un vocabulario soez, palabras que no me atrevo yo a repetir, que no se le dicen a la gente querida. Un día llegué a la casa y me dijo sin atenuantes que tenía a otro hombre y que si quería comer algo que me lo preparara yo mismo. ¿Usted puede creer, Señora? Tiene a otro inocente pobre amigo, como dice la canción del cantante mexicano y me lo dice, sin importarle su felonía, de una manera tan vil y despreciable. Es por eso, Señora que me traje a mi hijo, que es lo único bueno que me queda de esa relación, y le pido el favor que me de posada por esta noche, porque aquí donde me ve, ya tengo un negocio nuevo de comidas rápidas. Me esta yendo bien con las ventas y estoy seguro que Dios me va a perdonar todo lo malo que le hice a mis hijos y a la Mariana, y a él le pido que me de sabiduría para no cometer los mismos errores.
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jueves, diciembre 14, 2006


ASALTADO EN MI BUENA FE

He dado vueltas y más vueltas por la ciudad a bordo de mi taxi “zapatico” modelo 2005 a la caza de posibles clientes. El día ha sido duro y la competencia desleal impartida por la proliferación de moto-taxis, aun más. A pesar de ser este el transporte más seguro hacia el más allá, la gente insiste en utilizarlo tan solo por ahorrarse unos cuantos pesos. La noche camina lenta, las luces parpadean y la ciudad empieza a dar muestras de somnolencia cuando mi reloj digital marca las diez y cincuenta y cinco de la noche de un miércoles cualquiera. Los autobuses recogen a las pocas personas que aun se mantienen en las calles y yo sigo sin pescar una anhelada carrera.

Golpeado por la ansiedad y el desespero que me produce la incertidumbre de mi trabajo me han dado unas colosales ganas de encender un cigarrillo. Una ración de humo a mis pulmones difuminaría el desasosiego y me proporcionaría un poco de esperanza y con algo de ayuda divina la noche podría mostrar visos de mejoría. Me acerco a un vendedor ambulante que se estaciona en la mitad de una cuadra ofreciendo toda suerte de cosas: chicles, bolsas con agua, gaseosas, cigarrillos, películas y discos compactos piratas, y por supuesto, los infaltables minutos a celular de todos los operadores. Él me comenta que en el restaurante que queda a pocos metros de distancia hay unas personas que necesitan un taxi. Le entrego un par de monedas y a cambio recibo medio paquete de cigarrillos acompañado por una sonrisa lisonjera del vendedor que me despide deseándome buena suerte.

En el restaurante solo hay tres clientes, dos hombres y una mujer, sentados al lado de una mesa en la que están dispuestas a manera de columnas varias cajas llenas de carne asada acompañada con yuca y ensalada. La mujer tiene el cabello recogido en una cola de caballo, pero aún así no logra esconder su aspecto perdulario y da la sensación de ser un poco femenina en sus ademanes. Uno de los hombres, de bigote espeso, ojos saltones y barriga prominente le tiene el brazo apoyado a sus hombros, lo que me lleva a concluir que es su compañero sentimental. El otro viste de jeans y camiseta, mas joven que el primero, tiene al lado en una silla desocupada un garrafón de Ron Medellín Añejo. La mirada extraviada y la voz intrincada, se mueve torpe, vacilante por efectos del alcohol

–Hey taxista…métete un trago –Me dice con embriagada sonrisa.

–Lo siento, el Código Nacional de Transito me prohíbe tomar alcohol mientras manejo. –Le digo.

-Nosotros vamos para ahí cerca del Paseo Bolívar. ¿Puedes llevarnos?.

En ese momento pienso que iría hasta el mismísimo infierno con tal de hacer una carrera, o de bajar bandera, como dice la cofradía de conductores de Barranquilla y les digo que por supuesto, y deposito todas las cajas llenas de comida, yuca y ensalada, en el baúl del taxi. Mas tarde descendemos por la carrera cuarenta y cuatro hacia el Paseo Bolívar. El de bigote espeso me da un CD de Diomedes Díaz en Parranda y yo lo pongo con displicencia en el reproductor mp3 de mi taxi porque nunca me ha caído bien ese cantante ex presidiario. El que va en el asiento del copiloto es el de jeans y camiseta. El otro y la mujer se hacen mutuas carantoñas con sabor a Ron Medellín en el puesto de atrás. Diomedes le habla sin el disfraz del eufemismo a un fanático que le mandó a cantar uno de sus viejos éxitos. Al llegar al Paseo Bolívar me dicen que tome la calle treinta y cuatro y que vire buscando la calle 17 por el sector que todos conocemos como “El Boliche”. Me ofrecen un trago nuevamente y yo lo rechazo recordándoles la consigna del Código Nacional de Transito. Sus risas opacan el canto de Diomedes y al ver que he avanzado mas de lo acordado en el Restaurante les pregunto si falta mucho para llegar a nuestro destino.
-Dale por la diecisiete derecho –Me dice el de bigote espeso –que ya estamos cerca.

El que ellos me hayan mentido me inquieta. Me dijeron que los condujera cerca del Paseo Bolívar y éste ha quedado muy atrás. En ese instante me arrepiento de haber pensado que por una carrera iría al mismísimo infierno, porque esta maldita calle, por lo menos es el averno. Es de aquí de donde salen los más avezados delincuentes de la urbe: atracadores despiadados, asesinos a sueldos en sus raudas motocicletas, putas y demás adefesios de la sociedad. Soy advenedizo en estos parajes sin dios y sin ley de donde la honestidad y la compasión se marcharon desde hace mucho tiempo si dejar rastro alguno. Un intenso frio me invade y el miedo empieza a tocar hasta la fibra mas recóndita de mi cuerpo. Cuando creo que hemos avanzado un tramo bastante largo en comparación con el inicialmente pactado piso el freno.
-Óiganme señores, yo hasta aquí llego. Ustedes me dijeron que era una corta carrera pero veo que me engañaron y…

No había terminado la frase cuando el hombre de bigote espeso con ojos rutilantes y endemoniados le dice al que va sentado a mi derecha –Viste Juancho, yo te dije que este man se iba a poner pesado- El otro saca un enorme cuchillo, de esos que utilizan para sacrificar marranos y lo pone en mi abdomen a mi costado derecho entre la barra de los cambios y las sillas delanteras del taxi.

-¿Le das tu por las buenas, o me va a tocar manejar a mi? –Me pregunta con su voz extraviada.

El sudor se me desprende a raudales. Lamento haberle hecho caso al vendedor ambulante que me dio la información de que esos desalmados necesitaban un taxi. Creo que es un informante que está conspirando con los delincuentes y les suplico que no me vayan a matar, que no me dejen sin mi carro que constituye mi medio de sustento, que tengo esposa e hijos pequeños que debo alimentar. La mujer trata de mediar, o por lo menos esa es la impresión que me da, pero su compañero le cubre la boca con sus dedos ordinarios y regordetes.
-Te dije que te tomaras un trago. Así por lo menos no te hubieras asustado tanto. Písale el acelerador a esa vaina que queremos llegar rápido.

Diomedes está tan intrincado en su canción como yo muerto de miedo en mi taxi. Siento el aguijón de metal en mi costilla y me preparo para decir mis últimas plegarias. Cuando llegamos a la salida para la ciudad de Santa Marta me dicen que tome esa vía pero que me desvíe hacia la derecha. Es el barrio primero de mayo. Por sus callejuelas a duras penas puede pasar el vehiculo. Las mortecinas luces son el preludio de mi trágico sino. Trato de hablar pero no logro proferir una palabra. El arma blanca sigue azuzando en mi costado. Cierro los ojos y veo mi foto en las páginas de la Crónica Judicial del diario La Libertad acompañada de un enorme titular relleno de tinta negra y de sensacionalismo. La crueldad de este periódico solo es equiparable con la del Espacio de Bogotá o la del programa Laura en América.

Llegamos a una casa humilde encallada en la esquina de una cuadra. Mis agresores me dan la orden de bajarme y de cargar las cajas llenas de comida que están en el baúl del taxi para ponerla en una mesa que se encuentra en la sala de la casucha. Noto que los electrodomésticos contrastan con la precaria situación de la vivienda: televisor pantalla plana de veintinueve pulgadas con Home Theater incluído, equipo de sonido con tecnología de punta y varios juguetes electrónicos para niños. Esto me infunde mas terror del que ya tenía. Imagino que el montón de aparatos son robados y que he llegado al santuario de los ladrones, a la boca del lobo. El de bigotes estalla en una carcajada que atraviesa el silencio de la noche con un estruendo ensordecedor
-Ja, ja, ja….Disculpa que te hayamos metido ese tremendo susto. No somos atracadores, ni tampoco te íbamos a matar ni a robarte el carro. Te intimidamos con el cuchillo porque es la única forma de que un taxista se interese en traernos por acá tan lejos –me dice mientras me extiende el garrafón de Ron Medellín Añejo. Sin mediar palabra me olvido de lo estipulado en el Código Nacional de Transito y me tomo cuatro tragos de ron uno tras otro. Ellos me pagaron el doble de lo que valía la carrera y me regalaron cuatro de las cajas que puse encima de la mesa. Aunque mi turno no había concluido me fui para mi casa de inmediato. Desde ese día cuando alguien se sube a mi taxi le digo sin ambages que me de la dirección de su destino, de lo contrario le pido el favor que se baje, porque no quiero que me vayan a jugar una broma tan pesada como la que les acabo de contar.
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