domingo, enero 21, 2007


Bumerang, tan real como la vida misma

Qué cómo fue que la conocí, Señora. Fue en el esplendor de mi vida. Yo tenía un próspero negocio de venta de jugo de patilla con limón ubicado en una calle al norte de la ciudad, que a pesar de ser un puesto callejero, era frecuentado por toda clase de personas: profesionales, artistas, oficinistas y gente del común. Ese lugar estaba tocado, guiado y bendecido por la mano de Dios. Créame Señora, que el dinero llegaba con el mismo ímpetu de esa brisa que con proyectiles de arena arremete contra nuestro rostro en las noches del mes de enero. Había plata a manos llenas, Señora, y yo era un hombre feliz porque había tenido un ascenso vertiginoso en la escala de la vida. Vivía con mi esposa La Mariana, sitica ella, tan abnegada y tan sufrida por la recua de sinsabores que se tuvo que tragar sin siquiera masticarlos, uno tras otro, como quien ingiere un alimento que nunca le ha gustado, pero que no tiene mas remedio que comerlo para no morir de hambre. Teníamos una casa tan enorme como nuestros planes para el futuro y dos pequeños hijos que eran la luz de mis ojos. Para no desviarme del tema, y perdónenme si la aburro con mis cosas, Señora, pero es que ya no soy ni la sombra de lo que fui, yo la conocí porque como usted misma dice “El diablo es puerco”. Imagínese que la primera vez que la vi fue en el bus. ¿Cuándo demonios yo cogía bus en ese entonces, si yo no me bajaba de los taxis? Pero ese día el destino había conspirado y marcó en su agenda la hora y los minutos exactos en que yo iba a ver la manzana de la tentación y sabía que yo no iba a parar hasta haber comido de ella. Como le decía, Señora, la vi y quedé deslumbrado con su belleza: ojos grandes y marrones, caderas anchas y fina cintura y su cabello, si mal no recuerdo, estaba adornado con una diadema de color azul. A usted le parecerá raro, Señora, que yo tenga incrustada todavía esa imagen en mi memoria después de todo lo que ella me hizo, pero dígame ¿Cómo voy a olvidarlo si ese fue el preludio de mi destierro del mundo de la tranquilidad y la comodidad? Pero venga y le sigo contando. El vehiculo estaba atiborrado de gente, de ruido, de música vallenata y de uno que otro olor nauseabundo. Yo iba sentado en el asiento que da hacia el pasillo porque había tomado el transporte en albor de su recorrido, pero cuando ella se subió, había muchas personas de pie. Mi caballerosidad y mi atracción repentina hacia ella me acicatearon para hacerle un ademán indicándole que se sentara en mi puesto. Me dio las gracias con una voz más dulce que mi jugo de patilla con limón. Ya se lo que está pensando, Señora, que esa voz hoy tiene más jugo de limón que de patilla, pero no se ría, que para ese tiempo ella era tierna y amorosa y por eso fue que adosé mi vida a la suya. No proferimos mas durante el recorrido pero yo me quedé con la mirada inmersa en su escote pronunciado. Ella parecía encantada con el asedio de mis ojos y cuando se levantó para bajarse me fui tras ella sin disimular. Era como si me hubiese atado una cuerda invisible para halarme y obligarme a seguir el olor de su rastro. Ya en la acera me preguntó si la estaba siguiendo y yo le dije que si de inmediato. Después de presentarnos de manera formal y charlar como quince minutos intercambiamos números telefónicos. Desde ese día el reloj despedazaba en átomos los segundos y los reconstruía uno a uno haciendo de los minutos una eternidad y las horas transcurrían en medio de mi desespero por verla en el bus todas las tardes. Y mi Mariana, Señora, empezó a notar mis llegadas a deshoras, mi cansancio y otra cantidad de subterfugios para no cumplirle en las noches como esposo y mi afán para salir de la casa en las mañanas. Como me arrepiento hoy, Señora, de haberle infringido tanto dolor. Y fue para unos carnavales cuando le dije a mi esposa que me iba de la ciudad a comprar un cargamento de patillas, y Mi Mariana a sabiendas de que me iba a ver con ella, me puso en la maleta mis mejores prendas de vestir. Parecía resignada a perderme o mas bien la ataba a mi la cantidad de dinero que yo le daba para sostener la casa. Durante esos cuatro días de fiesta en medio de los desfiles de las carrozas, las comparsas de las marimondas, los congos y los toritos comprobé que ya no podía dar marcha atrás, que estaba perdidamente enamorado de esa mujer a quien todos le decía La Otra. Le propuse que nos fuéramos a vivir juntos y así fue como me marché de la casa como un muchacho soltero sin ninguna obligación y como si no hubiera tenido nada que perder. El sentimiento ignito, la pasión y la lujuria nos llevaron a concebir a este muchachito que usted ve aquí, Señora, mi hijo que hoy tiene diez años. Mariana me seguía llamando y lloraba de amargura cuando yo le decía que no podía volver con ella. Una tarde Mariana llegó a mi negocio diciéndome que ella quería rehacer su vida, que tenía un pretendiente. Mas por curiosidad que por celos, indagué mas detalles del supuesto novio. Me dijo que era un pensionado de la Base Naval de cuarenta y cinco años de un corazón tan bueno y lleno de amor paternal para mis hijos. Le dije que me alegraba por ella, que siguiera adelante. Pero sabe Señora, hoy sacando cuentas pienso que Mariana no vino a pedirme permiso. No. Ella vino con la esperanza de que yo recapacitara y le obstaculizara el gran paso que iba a dar. Pero yo Señora, que soy tan bruto para captar esos mensajes inteligibles de las mujeres la dejé ir sin mas ni mas. Hoy Mi Mariana, que ya no es Mi Mariana, vive como una reina con ese señor jubilado de la Base Naval y a mis dos hijos no les hace falta nada. Pero ya sabe, Señora, que mi Dios no castiga con vara ni con látigo. La vida misma, como un bumerang, te devuelve todo lo malo que hiciste en este mundo y ahí están las consecuencias. Mi negocio empezó a decaer y mis acreedores poco a poco se fueron adueñando de él. Como ya no podía llevar mucho dinero a la casa comencé a tener problemas con ella. ¿Con quién?¿Con la Mariana? ¡No hombe! Con la mujer con la que me fui a vivir y que ha sido el motivo de mi desdicha. Con la crisis económica llegaron las discusiones y ella me faltaba al respeto con un vocabulario soez, palabras que no me atrevo yo a repetir, que no se le dicen a la gente querida. Un día llegué a la casa y me dijo sin atenuantes que tenía a otro hombre y que si quería comer algo que me lo preparara yo mismo. ¿Usted puede creer, Señora? Tiene a otro inocente pobre amigo, como dice la canción del cantante mexicano y me lo dice, sin importarle su felonía, de una manera tan vil y despreciable. Es por eso, Señora que me traje a mi hijo, que es lo único bueno que me queda de esa relación, y le pido el favor que me de posada por esta noche, porque aquí donde me ve, ya tengo un negocio nuevo de comidas rápidas. Me esta yendo bien con las ventas y estoy seguro que Dios me va a perdonar todo lo malo que le hice a mis hijos y a la Mariana, y a él le pido que me de sabiduría para no cometer los mismos errores.
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jueves, diciembre 14, 2006


ASALTADO EN MI BUENA FE

He dado vueltas y más vueltas por la ciudad a bordo de mi taxi “zapatico” modelo 2005 a la caza de posibles clientes. El día ha sido duro y la competencia desleal impartida por la proliferación de moto-taxis, aun más. A pesar de ser este el transporte más seguro hacia el más allá, la gente insiste en utilizarlo tan solo por ahorrarse unos cuantos pesos. La noche camina lenta, las luces parpadean y la ciudad empieza a dar muestras de somnolencia cuando mi reloj digital marca las diez y cincuenta y cinco de la noche de un miércoles cualquiera. Los autobuses recogen a las pocas personas que aun se mantienen en las calles y yo sigo sin pescar una anhelada carrera.

Golpeado por la ansiedad y el desespero que me produce la incertidumbre de mi trabajo me han dado unas colosales ganas de encender un cigarrillo. Una ración de humo a mis pulmones difuminaría el desasosiego y me proporcionaría un poco de esperanza y con algo de ayuda divina la noche podría mostrar visos de mejoría. Me acerco a un vendedor ambulante que se estaciona en la mitad de una cuadra ofreciendo toda suerte de cosas: chicles, bolsas con agua, gaseosas, cigarrillos, películas y discos compactos piratas, y por supuesto, los infaltables minutos a celular de todos los operadores. Él me comenta que en el restaurante que queda a pocos metros de distancia hay unas personas que necesitan un taxi. Le entrego un par de monedas y a cambio recibo medio paquete de cigarrillos acompañado por una sonrisa lisonjera del vendedor que me despide deseándome buena suerte.

En el restaurante solo hay tres clientes, dos hombres y una mujer, sentados al lado de una mesa en la que están dispuestas a manera de columnas varias cajas llenas de carne asada acompañada con yuca y ensalada. La mujer tiene el cabello recogido en una cola de caballo, pero aún así no logra esconder su aspecto perdulario y da la sensación de ser un poco femenina en sus ademanes. Uno de los hombres, de bigote espeso, ojos saltones y barriga prominente le tiene el brazo apoyado a sus hombros, lo que me lleva a concluir que es su compañero sentimental. El otro viste de jeans y camiseta, mas joven que el primero, tiene al lado en una silla desocupada un garrafón de Ron Medellín Añejo. La mirada extraviada y la voz intrincada, se mueve torpe, vacilante por efectos del alcohol

–Hey taxista…métete un trago –Me dice con embriagada sonrisa.

–Lo siento, el Código Nacional de Transito me prohíbe tomar alcohol mientras manejo. –Le digo.

-Nosotros vamos para ahí cerca del Paseo Bolívar. ¿Puedes llevarnos?.

En ese momento pienso que iría hasta el mismísimo infierno con tal de hacer una carrera, o de bajar bandera, como dice la cofradía de conductores de Barranquilla y les digo que por supuesto, y deposito todas las cajas llenas de comida, yuca y ensalada, en el baúl del taxi. Mas tarde descendemos por la carrera cuarenta y cuatro hacia el Paseo Bolívar. El de bigote espeso me da un CD de Diomedes Díaz en Parranda y yo lo pongo con displicencia en el reproductor mp3 de mi taxi porque nunca me ha caído bien ese cantante ex presidiario. El que va en el asiento del copiloto es el de jeans y camiseta. El otro y la mujer se hacen mutuas carantoñas con sabor a Ron Medellín en el puesto de atrás. Diomedes le habla sin el disfraz del eufemismo a un fanático que le mandó a cantar uno de sus viejos éxitos. Al llegar al Paseo Bolívar me dicen que tome la calle treinta y cuatro y que vire buscando la calle 17 por el sector que todos conocemos como “El Boliche”. Me ofrecen un trago nuevamente y yo lo rechazo recordándoles la consigna del Código Nacional de Transito. Sus risas opacan el canto de Diomedes y al ver que he avanzado mas de lo acordado en el Restaurante les pregunto si falta mucho para llegar a nuestro destino.
-Dale por la diecisiete derecho –Me dice el de bigote espeso –que ya estamos cerca.

El que ellos me hayan mentido me inquieta. Me dijeron que los condujera cerca del Paseo Bolívar y éste ha quedado muy atrás. En ese instante me arrepiento de haber pensado que por una carrera iría al mismísimo infierno, porque esta maldita calle, por lo menos es el averno. Es de aquí de donde salen los más avezados delincuentes de la urbe: atracadores despiadados, asesinos a sueldos en sus raudas motocicletas, putas y demás adefesios de la sociedad. Soy advenedizo en estos parajes sin dios y sin ley de donde la honestidad y la compasión se marcharon desde hace mucho tiempo si dejar rastro alguno. Un intenso frio me invade y el miedo empieza a tocar hasta la fibra mas recóndita de mi cuerpo. Cuando creo que hemos avanzado un tramo bastante largo en comparación con el inicialmente pactado piso el freno.
-Óiganme señores, yo hasta aquí llego. Ustedes me dijeron que era una corta carrera pero veo que me engañaron y…

No había terminado la frase cuando el hombre de bigote espeso con ojos rutilantes y endemoniados le dice al que va sentado a mi derecha –Viste Juancho, yo te dije que este man se iba a poner pesado- El otro saca un enorme cuchillo, de esos que utilizan para sacrificar marranos y lo pone en mi abdomen a mi costado derecho entre la barra de los cambios y las sillas delanteras del taxi.

-¿Le das tu por las buenas, o me va a tocar manejar a mi? –Me pregunta con su voz extraviada.

El sudor se me desprende a raudales. Lamento haberle hecho caso al vendedor ambulante que me dio la información de que esos desalmados necesitaban un taxi. Creo que es un informante que está conspirando con los delincuentes y les suplico que no me vayan a matar, que no me dejen sin mi carro que constituye mi medio de sustento, que tengo esposa e hijos pequeños que debo alimentar. La mujer trata de mediar, o por lo menos esa es la impresión que me da, pero su compañero le cubre la boca con sus dedos ordinarios y regordetes.
-Te dije que te tomaras un trago. Así por lo menos no te hubieras asustado tanto. Písale el acelerador a esa vaina que queremos llegar rápido.

Diomedes está tan intrincado en su canción como yo muerto de miedo en mi taxi. Siento el aguijón de metal en mi costilla y me preparo para decir mis últimas plegarias. Cuando llegamos a la salida para la ciudad de Santa Marta me dicen que tome esa vía pero que me desvíe hacia la derecha. Es el barrio primero de mayo. Por sus callejuelas a duras penas puede pasar el vehiculo. Las mortecinas luces son el preludio de mi trágico sino. Trato de hablar pero no logro proferir una palabra. El arma blanca sigue azuzando en mi costado. Cierro los ojos y veo mi foto en las páginas de la Crónica Judicial del diario La Libertad acompañada de un enorme titular relleno de tinta negra y de sensacionalismo. La crueldad de este periódico solo es equiparable con la del Espacio de Bogotá o la del programa Laura en América.

Llegamos a una casa humilde encallada en la esquina de una cuadra. Mis agresores me dan la orden de bajarme y de cargar las cajas llenas de comida que están en el baúl del taxi para ponerla en una mesa que se encuentra en la sala de la casucha. Noto que los electrodomésticos contrastan con la precaria situación de la vivienda: televisor pantalla plana de veintinueve pulgadas con Home Theater incluído, equipo de sonido con tecnología de punta y varios juguetes electrónicos para niños. Esto me infunde mas terror del que ya tenía. Imagino que el montón de aparatos son robados y que he llegado al santuario de los ladrones, a la boca del lobo. El de bigotes estalla en una carcajada que atraviesa el silencio de la noche con un estruendo ensordecedor
-Ja, ja, ja….Disculpa que te hayamos metido ese tremendo susto. No somos atracadores, ni tampoco te íbamos a matar ni a robarte el carro. Te intimidamos con el cuchillo porque es la única forma de que un taxista se interese en traernos por acá tan lejos –me dice mientras me extiende el garrafón de Ron Medellín Añejo. Sin mediar palabra me olvido de lo estipulado en el Código Nacional de Transito y me tomo cuatro tragos de ron uno tras otro. Ellos me pagaron el doble de lo que valía la carrera y me regalaron cuatro de las cajas que puse encima de la mesa. Aunque mi turno no había concluido me fui para mi casa de inmediato. Desde ese día cuando alguien se sube a mi taxi le digo sin ambages que me de la dirección de su destino, de lo contrario le pido el favor que se baje, porque no quiero que me vayan a jugar una broma tan pesada como la que les acabo de contar.
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miércoles, noviembre 22, 2006


CRÓNICA DE UN DISTRAÍDO

El timbre de mi teléfono movil me despierta a las seis de la mañana y lo escucho lamentando que la noche no haya sido tan larga y el sueño más placentero. Mi esposa ya está en pie preparando el desayuno y Andrés y David, mis retoños de siete y cinco años respectivamente, ya se han dado la acostumbrada ducha matutina que los ha rescatado con violencia de los brazos de Morfeo. Admiro a mi esposa por su tenacidad, por ser la prolija arquitecta de las reglas que mantienen cada cosa en su lugar y porque tiene todo tan meticulosamente estructurado que a veces pienso que voy a enloquecer en medio de tanto orden. Ella me señala el reloj que está anclado a la pared encima de la nevera y entiendo que debo entra al baño a sufrir, como lo hicieron mis dos hijos, con el agua de la ducha que se impregnó del intenso frío de la lluvia de la madrugada. Entro, me quito mi ropa interior y me siento en el trono de los afligidos a depositar mi porción diaria de contaminación que, en cuanto baje la palanca de la cisterna, se irá rumbo al majestuoso río Magdalena a cumplir la inaplazable cita con la basura orgánica de la demás personas, que está acabando con este planeta. No sólo me siento en el retrete a hacer mis necesidades fisiológicas. También lo hago para meditar y pensar en las tareas a desarrollar durante mi agitado día laboral. Creo que en este blanco pedestal de loza se han tomado grandes decisiones, se han fraguado planes para derrocar gobiernos y hasta nuestro primer mandatario, el omnisapiente Uribe, toma durante su evacuación matutina determinaciones importantes para regir los destinos de este país. ¿Por qué creen que algunos coincidimos que este país esta vuelto mierda?

Abro la llave de la ducha y comienzan a caer sobre mi cuerpo diminutas gotas, una tras otra, formando en conjunto la figura de un paraguas colgado de la parte de arriba por la curvatura del tubo que brota de la pared embaldosada. Tarareo una vieja canción para alegrar la mañana. Siempre suelo cantar en el baño aunque mi esposa me recrimine que soy un total fracaso como cantante y que estoy expuesto a que los vecinos me demanden por alterar el orden público, ya que en este país el deporte nacional es “demandar”.

Salgo del baño un tanto desmañado por la incomodidad de las chancletas que me quedan pequeñas debido a que son de mi mujer. Encuentro a Roky, el perro de mis hijos, preso del marasmo en medio del pasillo que conduce a mi habitación y tengo que circunvalarlo porque temo que si cruzo sobre él se puede escurrir entre mis piernas haciéndome ir de bruces contra el piso. Me visto con el cuidado de un cirujano con el uniforme del hotel para el que trabajo y salgo a la mesa de la cocina en donde mi esposa me ha puesto el desayuno. Una corneta de carro suena al frente de la puerta, mis hijos se despiden con premura de besos diciéndome adiós con sus pequeñas manos y salen asiendo sus loncheras atestadas de alimentos que todas las madres consideran saludables pero que no son para nada deliciosos.

Poco después me apeo a horcajadas en mi motocicleta Honda y salgo a la calle. Observo a la gente que como zombis se dirigen a sus lugares de trabajo. La vieja chismosa de la cuadra que inventó el cuento de que me estoy llevando a la cama a mi hermosa vecina (y ganas no me faltan) de veintidós años, me saluda de sonrisa y yo le correspondo con un rictus y una ligera seña con la mano. El incipiente sol comienza a abrazar a la ciudad en medio del caos del tráfico matutino en un punto en donde están arreglando un trozo de la vía. Paro en el semáforo y siento el peso de las miradas de la gente. Todos me miran: los que van en los buses, los que van en los taxis y hasta el que vende el periódico. Reviso mi atuendo y veo mi camisa un poco arrebujada en la parte de atrás, pero no era nada que mereciera la atención de las personas. Mi pantalón está cuidadosamente planchado. Creo que la gente fija su atención en mí porque es extraño ver a alguien en Barranquilla con camisa manga larga, corbata y por supuesto, tan apuesto como yo. Alguien me grita algo pero el casco de protección me impide escuchar más que el ruido del autobús que está a mi costado izquierdo. Me dirijo de sur a norte por la vía que enmarca a la ciudad. Más adelante un policía otea encima de la acera. Está al acecho a la espera de que alguien cometa una infracción, no para hacer cumplir la ley, sino para dejarse sobornar por cualquier veinte o cincuenta mil pesos dependiendo del monto de la multa. El policía me mira de frente pero yo lo observo con desdén por la seguridad que me da el rosario de papeles que hay que tener en Colombia para conducir un vehículo: cédula de ciudadanía, libreta militar, certificado Judicial del DAS vigente, licencia de conducir, seguro obligatorio contra accidentes de transito, tarjeta de propiedad de la moto, carné del censo y una estampa de la Virgen del Carmen a la que le pido que estos sabuesos de la coima no encuentren cualquier pretexto para pedirme dinero.

Después de las vicisitudes cotidianas del tráfico y lanzarle unos cuantos madrazos a mis contrincantes del volantes (no colegas) que han intentado asesinarme con su incauta manera de conducir, avisto el hotel que es mi lugar de trabajo. Entro al parqueadero y Máximo, uno de los vigilantes de turno, me dice algo poco inteligible. Me destoco, pongo el casco sobre mis piernas sin bajarme de la motocicleta mientras el custodio me dice
–Doctor, a usted si le gusta regalar la plata
–¿Por qué?- le digo sin entender nada.
–Es que usted se vino conduciendo esa moto a sabiendas que hoy es veinte, y usted sabe que los veinte de cada mes esta prohibido sacar la moto. Menos mal que no lo pillaron porque la multa vale como ochocientos mil pesos y hasta le hubieran inmovilizado el vehículo.

El día sin moto, pienso. Otra medida maquinada desde un retrete, pero esta vez, desde el del burgomaestre de Barranquilla. Ahora comprendo las miradas absortas de la gente y la hipócrita sonrisa de la vieja chismosa de mi barrio, pero lo que no logro entender, es por que aquel policía no se me acercó a pedirme dinero. ¿Será que se compadeció de mi o que ya habría recibido muchos sobornos de otros que andan tan distraídos como yo?

(Basado en una anécdota de mi amigo Alexander, quien atravesó la ciudad el día 20 de noviembre, sin recordar que los 20 de todos los meses, está prohibido conducir motocicletas en la ciudad de Barranquilla)


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