lunes, agosto 15, 2011

De las campañas electorales y su financiamiento

Por Calixto Ávila Tirado

Como ya estamos en pleno auge de las campañas electorales para alcaldes, me permito suministrarles algunos datos que pueden ser útiles a la hora de elegir al primer mandatario local.

Las experiencias de las contiendas electorales pasadas nos muestran una constante: el derroche de ingentes cantidades de dinero. Incluso se rumoraba que supuestamente algunos candidatos hipotecaban sus casas y fincas con el fin de inyectarle muchos millones de pesos a su aspiración de llegar a la alcaldía del municipio. Al ver tanto despliegue de poder adquisitivo, la gente se pregunta: ¿es acaso el puesto de alcalde municipal una mina de oro, que al llegar allá el candidato ganador puede recuperar lo invertido con el fin de salir de las deudas contraídas en el proceso electoral?

Ser alcalde no es ganarse el Baloto

Recordemos que las campañas electorales se pueden hacer con aportes del sector privado, con recursos propios del candidato y con préstamos a los bancos de una línea de crédito especial ordenados por el Banco de la República. Dichos aportes tienen un tope, el cual fija el Consejo Nacional Electoral unos meses antes de las elecciones. Para los comicios del 30 de octubre del año en curso ya salió la resolución 0078 del 22 de febrero de 2011, que en su artículo primero, literal k, dice: “En los distritos y municipios con censo electoral comprendido entre veinticinco mil uno (25.001) y cincuenta mil (50.000) electores, cada candidato que aspire a ser elegido alcalde podrá invertir en la campaña electoral por todo concepto, hasta la suma de CIENTO DIEZ MILLONES DE PESOS MONEDA LEGAL COLOMBIANA ($110.000.000).”

La financiación de las campañas está regulada por la ley 30 de 1994, que en su artículo 14 hace la siguiente prohibición: “Ningún candidato a cargo de elección popular podrá invertir en la respectiva campaña suma que sobrepase la que fije el Consejo Nacional Electoral, bien sea de su propio peculio, del de su familia o de contribuciones de particulares.” Esta ley también ordena devolver por cada voto válido depositado, una cantidad de dinero, que para estas elecciones que se avecinan el CNE ya fijó en la resolución 0004 de enero de 2011 la suma de $1.624. Tomando como base los resultados de las elecciones del año 2007 en San Marcos Sucre, el candidato ganador obtuvo 11.558 votos. En el caso hipotético de que el vencedor este año saque la misma suma, el estado le devolvería $18.770.192. No sobra decirles que para que le devuelvan esa suma, debe presentar las cuentas en los plazos estimados, en los formatos destinados para tal fin y con los soportes que demuestren que si se gastó ese dinero en la campaña.

El sueldo del alcalde

Cumpliendo con lo ordenado en la ley 4ª de 1992, el presidente de la república de Colombia fija el monto máximo que podrán autorizar las Asambleas Departamentales, los Concejos Municipales y Distritales como salario mensual de los Gobernadores y Alcaldes. Este sueldo está constituido por la asignación básica mensual y los gastos de representación y que en ningún caso podrán superar el límite máximo salarial mensual, fijado en ese decreto.

Los ingresos se fijan de acuerdo a la categoría y el presupuesto del municipio. En Colombia el artículo 6 de la ley 617 de 2000 clasifica a los municipios en las siguientes categorías:

Categoría especial: Todos aquellos distritos o municipios con población superior o igual a los quinientos mil uno (500.001) habitantes y cuyos ingresos corrientes de libre destinación anuales superen cuatrocientos mil (400.000) salarios mínimos legales mensuales.

— Primera categoría: Todos aquellos distritos o municipios con población comprendida entre cien mil uno (100.001) y quinientos mil (500.000) habitantes y cuyos ingresos corrientes de libre destinación anuales sean superiores a cien mil (100.000) y hasta de cuatrocientos mil (400.000) salarios mínimos legales mensuales.

— Segunda categoría: Todos aquellos distritos o municipios con población comprendida entre cincuenta mil uno (50.001) y cien mil (100.000) habitantes y cuyos ingresos corrientes de libre destinación anuales sean superiores a cincuenta mil (50.000) y hasta de cien mil (100.000) salarios mínimos legales mensuales.

— Tercera categoría: Todos aquellos distritos o municipios con población comprendida entre treinta mil uno (30.001) y cincuenta mil (50.000) habitantes y cuyos ingresos corrientes de libre destinación anuales sean superiores a treinta mil (30.000) y hasta de cincuenta mil (50.000) salarios mínimos legales mensuales.

— Cuarta categoría: Todos aquellos distritos o municipios con población comprendida entre veinte mil uno (20.001) y treinta mil (30.000) habitantes y cuyos ingresos corrientes de libre destinación anuales sean superiores a veinticinco mil (25.000) y de hasta de treinta mil (30.000) salarios mínimos legales mensuales.

— Quinta categoría: Todos aquellos distritos o municipios con población comprendida entre diez mil uno (10.001) y veinte mil (20.000) habitantes y cuyos ingresos corrientes de libre destinación anuales sean superiores a quince mil (15.000) y hasta veinticinco mil (25.000) salarios mínimos legales mensuales.

— Sexta categoría: Todos aquellos distritos o municipios con población igual o inferior a diez mil (10.000) habitantes y con ingresos corrientes de libre destinación anuales no superiores a quince mil (15.000) salarios mínimos legales mensuales.

Para el año 2010 el monto máximo que podían fijar los consejos municipales como sueldo del alcalde en municipios de categoría 3 (municipios entre 50.001 a 100.000 habitantes, como San Marcos), no podían sobrepasar la suma de $5.221.608 (Decreto 1396 de abril de 2010)

Todo esto nos obliga a tomar conciencia y suponer que cuando una campaña derrocha mucho dinero es porque no lleva buenas intenciones con el presupuesto municipal, ya que para salir de las deudas y para pagar favores a terceros, al candidato ganador le toca otorgar contratos a unos pocos, contratos que muchas veces no se desarrollan ni cumplen con el lleno de los requisitos.

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domingo, agosto 14, 2011

Los insultos

Por Calixto Ávila Tirado


Están por todos lados: en la calle mientras manejas, en el Congreso, en los foros de las noticias y en las páginas sociales. En fin, los insultos se han vuelto el as debajo de la manga de aquellos que no tiene argumentos o de aquellos que quieren a la fuerza hacerse oír, paradójicamente, en estos tiempos en los cuales existen muchas maneras de hacer llegar nuestra opinión a otras personas.

No sé si es tema de cultura o de impotencia ante el desarrollo de las noticias de corrupción que nos llegan a diario lo que hace que todos los días la atmósfera esté cargada de esa tensión que nos conlleva a pelearnos con el primero que nos contradiga, o que exprese su punto de vista con el que eventualmente no estamos de acuerdo. Estamos inmersos en esta sociedad que explota al menor resquemor y que pareciera no meditar antes de proferir palabras hirientes, y esto deriva en otras formas de violencia como la de irse a las manos o sacar armas para supuestamente arreglar algo que se puede subsanar verbalmente si tenemos un mínimo de tolerancia.

Algunos diarios digitales se han visto en la necesidad de cerrar la opción de comentar las noticias, porque ya algunos foristas (así les llaman) les basta con leer el encabezado para cargarse de ira y empezar a vomitar toda clase de improperios amparados impunemente por el alias, que en la mayoría de las veces no es ni siquiera su nombre verdadero. Al rato entra otro usuario, este no se toma el trabajo de leer el titular, lee el comentario y empieza a insultar al primero que escribió, con un lenguaje digno de los delincuentes de más baja calaña. Esa es la cultura de hoy en día; la de igualarnos al contrario. Si alguien me ofende, yo para sentirme mejor conmigo mismo, lo ofendo de igual manera o en grado sumo.

El insulto jamás merecerá elogio, pero si es exquisito, diplomático, es más atenuante. Esto no quiere decir que no cause en el otro una reacción, pero si no ofende, sino que confunde, no puede llegar más lejos. Todo es cuestión de tacto y del momento y en el contexto en el que se desarrolle la conversación. No hay que negar que somos humanos y que a veces nos dejamos llevar por las pasiones, pero si le ponemos freno a la lengua, o a los dedos, de pronto no hacemos algo de lo cual más tarde nos vamos a arrepentir. Dicen que hay cosas que no volverán jamás, que no tienen marcha atrás, como las oportunidades y las palabras pronunciadas, pero si después de ofender mostramos muestras serias de arrepentimiento y pedimos disculpas, el sentimiento de venganza o de odio que hemos generado con lo dicho se puede amainar.

En este país hay gente experta en todo, pero sobretodo en insultar. No más entre a las principales noticias para que empiece a leer los comentarios, en los cuales no se salva casi nadie; todos están llenos de odio y resentimiento. Recuerden que el internet es global y si bien no todos en el mundo tienen acceso a éste, los que entran desde varios puntos del planeta a leer lo que escribimos, van a percibir que somos una comunidad beligerante y poco tolerante con las opiniones o acciones de los demás.

En Colombia, en aras de la libertad de expresión todos tienen licencia para insultar, y no hay filtros para que no se publique el veneno que expelen algunos porque eso sería censurarlos. Yo no estoy de acuerdo con eso, porque creo que cada cosa debe tener su lugar y que cada individuo debe respetar a sus congéneres. Recuerden que mi libertad de expresión termina cuando yo lesiono con ella el los derechos de los demás. Eso de poder expresar lo que yo siento, aún si ofende a los otros es como tener una pistola con salvoconducto con la cual yo le pueda dispararle a quien quiera.

Y hablando de insultos, el más exquisito del que yo tenga memoria me lo contó un profesor en el bachillerato. Dicen que fue de un poeta en Cartagena, no sé si fue del tuerto López. El poeta estaba dolido porque una mujer que se acostaba con todo el mundo no le aceptaba una invitación. Un día la mujer le dijo que sí, que dieran un paseo. El poeta, con esa espina que le aguijoneaba por dentro, la invitó a dar un paseo en un coche de esos que son tan famosos en La Heroica. Cuando llegaron al lugar destino el poeta le dijo al cochero: “Cochero ¿A como computas el viaje?" La mujer se sintió aludida y le dijo al poeta “Como así ¿Usted me está diciendo puta?” El poeta le preguntó a la mujer “¿Qué me reputa la señora?” La mujer siguió protestando pero el poeta zanjó la discusión: “dejémonos de disputas”

Hay que ser tolerantes, las tensiones del diario vivir no pueden ser la excusa para seguir maltratándonos de palabras ya que existen muchas maneras de arreglar nuestras diferencias sin llegar a los extremos, esto es, a situaciones de violencia que terminan en la mayoría de ocasiones con saldos trágicos.

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domingo, febrero 24, 2008

El siete velorios



Por: Calixto Avila Tirado
El aroma de la mañana nos lleva tomado de la mano al lugar de la ensoñación…Hay risas, baile y mucha música, pero música de verdad, esa que no ha sido profanada por el avaricia del mercader de discos, ni por aquellos que en su afán de innovar se creen con el derecho de sacrificar el folclor. Es la banda de Caimito que a mansalva deja escapar la obra maestra llamada “Tres Clarinetes”. Yo espero a mis amigos sentado en el primer escalón del monumento que queda a una cuadra de la iglesia, justo en donde comienza “calle larga”. Me han perdido el rastro porque he estado persiguiendo los destellos fugaces de una joven sanmarquera que me ha dejado obnubilado con su movimiento de caderas mientras castigaban al redoblante con un Porro palitiao. Estamos en el Alba, pero no le llamamos alba así con letras minúsculas; este es el nombre que le damos a la mezcla de porro, alegría, amistad, amoríos y ron que irrumpe en una fría madrugada a finales de diciembre siendo el preludio del primer día de Fiestas en Corraleja en la Perla del San Jorge. Suena la trompeta, suena el clarinete y suena el corazón como queriendo imitar los golpes del bombo, como deseando salirse del pecho ante tanto ambiente festivo, mientras el incipiente sol nos avisa que ya es de día y a duras penas me he dado cuenta que no he pegado el ojo en toda la noche.

Mis amigos al fin dan con mi paradero y me dicen, mientras enarbolan una botella vacía, que ha llegado el verano y yo les digo que sed que espera agua no es sed, que apenas es el primer día de fiesta en corralejas y ya tendremos la oportunidad de decantar muchas, pero muchas botellas de licor. Por ahora dejemos la cosa así, es tarde y mi madre debe estar preocupada, pero no porque me pase nada malo, sino porque me vaya a ir de largo, de doble turno con horas extras incluidas para seguir tomando el día entero y la noche que sigue. Si, mi madre ha de estar preocupada por mis excesos de felicidad y también porque de la casa me sacó Alberto, el mas alcohólico de todos mis amigos. A éste le precede la leyenda urbana que dice que una vez doña Teresa, su progenitora, lo mandó para Barranquilla a estudiar economía, carrera tan absurda para el porque siempre ha sido un derrochador de placeres, y también de dinero. El caso es que Beto invitó a ocho amigos a pasear a San Marcos, para época de Semana Santa, pero se encontraron con el inconveniente que solo habían cuatro camas disponibles, pero Beto, en un ataque de lucidez repentino les dijo: “Bueno muchachos, la única forma en que puedan dormir cómodos es que cuatro tomen de día, y los otros toman de noche”, como efectivamente lo hicieron durante los ocho días.

Dormí unas pocas horas y tomé un baño de prisa aprovechando que mi madre salió a cumplir con unos compromisos. Es una suerte que no me haya visto llegar tambaleándome por el largo pasillo que conduce a mi alcoba, porque de haberlo hecho no hubiera salido ileso a unas de sus diatribas en contra del alcohol y del hedonismo que esta llevando a los jóvenes a la perdición. El reloj marcaba las 11:07 de la mañana y un sol abrazador castigaba con sus lanzas de fuego a la muchedumbre que iba rumbo a la corraleja a terminar de montar sus negocios de fritos, panes, guarapo de panela, helados, algodón de azucar y todas esas cosas que hacen de la Fiesta de Toro un parque de diversión para grandes y chicos.

Paso por la casa de Alberto, su abuela Tata me dice que se esta bañando y me ofrece algo de comer. Le digo que no se preocupe, que yo lo espero sentado frente al televisor en el que están presentando los archivos de la corraleja del año anterior. Tata me dice con su certidumbre de hierro: "Ay mijo, mejor almuerza porque Beto tarda demasiado en el baño. Ya sabes que flojo que se respete dura por lo menos una hora bañándose".

Devoré con avidez el arroz con coco y el guiso de pescado que la abuela de Alberto me puso en un plato de loza hondo y caigo cautivo de esa sazón exquisita, propia de las abuelas de la sabana. Alberto apareció recién bañado y comió con una velocidad que contrastaba mucho con su parsimoniosa manera de bañarse y al rato partimos hacia la corraleja con el objetivo de entrar en ese circo de alegrías y tragedias para retar un poco a la muerte que viene enredada en los cuernos de esos animales salvajes.

La corraleja es un círculo cercado de barrotes de madera, coronados en la parte superior por unas graderías semejantes a las de los estadios de futbol: mejor dicho, es como un estadio de futbol, pero de leña pura y con techo de láminas de zinc. A ella se entra acicateado por unas cuantas cervezas, por la compañía de los amigos y por la estupidez de creer que uno es inmune al cacho del toro. Así se llega con una botella de aguardiente en una mano y con el alma en la otra, con la certeza de que las únicas armas que tenemos para enfrentar a un astado, son las piernas para correr y las oraciones de nuestras madres que a esas alturas, no deben servir de a mucho.

Me divierto mucho cuando voy a las fiestas en corralejas de mi pueblo, y eso es por la cantidad de emociones que se sienten, pero más que todo por la variedad de personajes que se encuentran, como por ejemplo aquel que vendedor de helados que debajo de ese sol canicular de las dos de la tarde iza una vara llevando en punta de lanza varios conos insertados en una tabla, con un ojo puesto en el negocio y con el otro en la puerta del torín o en la fiera que está en un rincón de la plaza. Si un toro lo persigue, el vendedor pone pies en polvorosa, despavorido pero sin soltar la vara, la que arroja solo cuando está a dos centímetros de la tragedia. Jamás entenderé la filosofía de ese negocio, creo que solo da pérdidas porque es mas el helado que se derrite, que se pierde en esas faenas con el toro que el que se vende; No hay utilidad monetaria, pero sí de diversión y es ésta el objetivo de la fiesta.

Ya habían salido tres toros al ruedo cuando por casualidad nos enteramos que esa misma tarde se jugaría un peligroso ejemplar de la ganadería de los Hoyos Anaya. Era una suerte de exterminador criollo que no podía tener un nombre más apropiado: “El Siete Velorios”, apelativo que se había ganado a pulso matando a dos infelices en Sincelejo, otro en Sincé, tres en Ciénaga de Oro y uno más en Caimito; había corneado además a tres caballos pero estos no contaban por aquello de que a los animales no se les da cristiana sepultura. El caso es que a esas horas las cervezas nos habían atolondrado el cerebro y todo nos parecía divertido, incluso hasta la propia muerte, pero como dice Tata, la abuela de Alberto, que “ningún borracho se come su mierda” decidimos ir al torín, que es el lugar en donde se hacen los encierros, a ver al animal al cual su fama le precedía como algo siniestro y aterrador. Aprovechamos el momento en que había un toro rejugado en la plaza y que un enlazador al que apodaban Muela e Queso, le había incrustado en los cuernos su lazo para obligarlo a salir de la corraleja. Al pasar por la puerta por donde salen los toros, su eterno guardián, imponente como un Coloso de Rodas, quien fuera nuestro profesor de geografía en la secundaria, nos lanzó una reprimenda con la mirada pero logramos convencerlo para que nos dejara subir, con el pretexto de que íbamos de salida. Subimos a trompicones por los barrotes y los tablones que formaban el largo pasillo del encierro y ahí fue cuando lo vimos con sus cuernos afilados, sus ojos de demonio recién salido del infierno, exhalando el vapor de la muerte por sus fosas nasales. Tenía una fuerza descomunal y embestía a lado y lado las tablas que lo mantenían prisionero. A Alberto y a mi nos temblaban las piernas, tanto que temimos desmayarnos lo cual hubiera sido trágico porque estábamos observando al animal desde arriba. Los demás compañeros observaron el cuadro aterrador con el mismo estupor que nos corroía a nosotros mientras se hizo un largo silenció como si le hubiesen ordenado a la banda que dejara de tocar y vimos en ralentí a las personas que pasaban calle arriba, calle abajo. Miré a la cofradía de amigos que aún tenía sus ojos puestos en aquel toro negro como el color de la túnica de la parca, y les dije tajante: “Me largo de aquí, porque no quiero ser el responsable de un inminente cambio de apodo para este condenado animal” y me marché sin más preámbulos. Desde entonces nunca más he pisado la arena o el barro de una corraleja. Tengo aún presente, jugueteando en mi memoria la imagen de El Siete Velorios esperando el momento para salir a exterminar a todo lo que se mueva en la plaza y creo que eso me ha salvado de un destino ineluctable: como es el de perecer en una hermosa tarde de diciembre, corneado por un toro en las Corralejas de San Marcos.
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