viernes, marzo 30, 2007

Lo más cerca que estuve de Gabriel García Márquez


Lo más cerca que estuve de Gabriel García Márquez
Por Calixto Ávila Tirado


La primera vez que escuche algo del insigne escritor colombiano fue a través de un radio transistor de mis tíos maternos en San Marcos: se había ganado el premio Nóbel de literatura y mi mente infantil no alcanzaba a dimensionar la importancia de tal reconocimiento. Desde entonces me encontraba su nombre en cada texto de español y literatura cuando recibía las primeras instrucciones de vida en la “Escuela Modelo” del profesor Ismael y se hablaba de él como algo mítico y extraordinario en el campo de las letras. Tanto que se despertó en mi el deseo de aprender a leer lo mas pronto posible para descubrirlo en sus obras literarias.

Los años pasaron y el devenir de los tiempos me trajo a estudiar en la ciudad de Barranquilla, en donde los días se me hicieron difíciles por el dolor de haber cortado el cordón umbilical que me ataba a mi natal San Marcos y al seno de mi familia. La facilidad con que me granjeo amigos me llevó a conocer a Isabelita, una sobrina de una vieja gloria del equipo Junior, que sentía un pavor por las matemáticas solo comparado con el miedo que sentimos los mortales por la muerte. Así que aparte de compartir amistad, compartíamos textos y yo le cambiaba mis pocos conocimientos en logaritmos y derivadas por cualquier invitación a almorzar.

Recuerdo que un profesor nos puso un extenso trabajo sobre un tema que no logro precisar en este momento, el cual teníamos que elaborarlo en grupo de dos personas, y transcribirlo en computador para su posterior presentación. Por aquel entonces ni mi amiga ni yo poseíamos computadora y tocaba buscar a algún conocido que nos la prestara para ahorrarnos el dinero que costaba poner la tarea en condiciones de entrega. Isabelita tuvo la brillante idea de recurrir a Cundy, una amiga que vivía en un conjunto residencial al norte de la ciudad, quien tenía un ordenador, y según arreglos previos nos los prestaría con el mayor agrado del mundo.

Acordamos que nos veríamos el domingo en equis lugar de Barranquilla, para llegar a la morada de Cundy y así lo hicimos. Al llegar a la casa entramos en el estudio, en donde estaba ubicado el computador, y puse mi esmirriado cuerpo en un sillón de descanso que estaba en un rincón del recinto, no sin antes hacer las presentaciones de rigor para poder relacionarme con la amiga de Isabelita en un tono más familiar. Al rato entraron los padres de Cundy, y de inmediato noté en el rostro del papá, el de alguien conocido, pero por mucho que me esforzaba no lograba dar con el parecido. Lo miraba, algunas veces de reojo, y otras de frente de manera descarada, como tratando de escudriñar en su faz la cara oculta que andaba buscando, pero pese a mis ingentes esfuerzos me era imposible relacionarlo. La madre de Cundy al ver mis constantes miradas al rostro de su esposo me dice amigablemente: “No te preocupes, no eres el primero que lo mira de esa manera, siempre nos pasa lo mismo; en el cine, en el supermercado, en la fila del banco. Siempre”. Yo, apenado me disculpé. –¿Se te parece a alguien? –Me interpeló. Le dije que si, pero que en ese momento no lograba precisar a quien se me parecía. –¿Cómo a Gabriel García Márquez?. Claro, le dije analizando el extraordinario parecido de aquel caballero con el eximio escritor colombiano, mientras el padre de Cundy decía “Es que somos parientes”. –Deja de mamarle gallo al muchacho, le dijo la esposa, ¿Por qué no le dices de una vez que son hermanos. –¿Hermanos? Le pregunté. –De padre y madre me dijo de manera orgullosa. Le di mi mano al hijo del telegrafista de Aracataca para saludarlo y cuando lo hice sentía que tocaba un pedazo de Macondo, que estaba sumido en el olor a guayaba del ambiente y que las alas enormes de aquel escritor muy bueno estaban frente a nosotros. Al rato entramos en la sala, en donde había muchas fotos que la familia conservaba como trofeo, pero para ellos no eran las fotos de alguien famoso; era las fotos del hermano, del cuñado, del tío.

Hoy precisamente viendo en la televisión tantos filólogos rindiéndole tributo a Gabo con motivo de los cuarenta años de Cien Años de Soledad, en Cartagena de Indias, recordé aquel incidente de mis primeros meses en Barranquilla. Mis amigos tal vez dirán que soy presa del realismo mágico de la obra del Nóbel colombiano, pero yo si les puedo decir que tomo aquel momento como lo mas cerca que estuve de Gabriel García Márquez.
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domingo, febrero 25, 2007

NO CREO EN ESPANTOS
Por Calixto Avila Tirado

No creo en espantos. Así les dije a mis amigos en plena parranda cuando uno de ellos había contado la espeluznante historia de una novia, cuyo novio fue asesinado de cinco impactos de bala en plena boda. Mi amigo, rodeado de un ambiente de misterio y ataviado de un silencio desgarrador, comentaba que la familia de la novia estaba maldita, que tenía pactos con el demonio y que por eso sucedió la tragedia. La doncella en mas de una ocasión intentó casarse pero sus prometidos habían tenido un trágico final: el primero pereció ahogado cuando en una madrugada llegando a su casa, embriagado hasta el cansancio, cayó dormido boca abajo con la cabeza metida en un charco de agua en medio de la calle solitaria; al segundo un inexplicable accidente le arrebató la vida en la vía que conduce a Santa Inés. Con el último la muerte impaciente no esperó que el cura sentenciara la trillada frase de “los declaro marido y mujer hasta que la muerte los separe” y se lo arrancó de los brazos en el atrio de la iglesia. Eran muchas historias las que se tejían sobre la saga de la novia. Contaban que toda su riqueza pertenecía al demonio y que en las fincas de sus padres encontraban a algunos trabajadores asesinados con la lengua arrancada de cuajo.
El aire se volvía denso, la madrugada estaba helada y yo seguía con mi tema: “no creo en espantos”
—Ese es porque estás tomando —me decía mi amigo que narraba la historia —pero si estuvieras bueno y sano otro gallo te cantaba —sucede que la novia después de haber perdido tantas batallas en el campo del amor con su gran oponente, la muerte, decidió ponerle fin a sus días colgándose de uno de los dos árboles de los Mangos Mellos, (léase los Mangos Gemelos) que quedan en la esquina del patio del colegio San José, circundados por dos de las calles que dan a los Tres Chorros. Desde entonces cuenta la gente que en las noches caliginosas una mujer vestida de novia se pasea por esos parajes, barbullando una canción de amor, como tratando de culminar lo que no pudo hacer en vida: Estar felizmente casada.

Todos estaban en silencio, y no era para menos. Esas historias de terror a las dos de la madrugada a más de uno atemorizan. El trago se había acabado y con los rastros de pavor de la historia desperdigados por el aire, nadie quería ir al estanco más cercano a comprar otra botella de licor.

—Esas son puras habladurías —les dije —Más bien vamos a acabar con esta parranda con una buena ronda de serenatas.

El silencio era absoluto. Del oriente venía cubierto de frío y sombra el canto de la chicharra. Los ecos de música lejana habían fenecido tal vez destrozados por la violenta historia. Mi amigo Henry, de pocas palabras y diáfano entendimiento rompe el mutismo con una propuesta que queda revoleteando en mi cabeza —Hombe Cali. Ya que eres tan escéptico, juguemos un rato con nuestra gallardía. Vayamos todos a la calle en la que sale ese espanto de marras a infundir el terror en este mundo que es de nosotros los vivos.

Divertidos todos al unísono aceptamos el desafío de enfrentarnos por primera vez con las fuerzas del mas allá, de abrir la ventana oculta del esoterismo para aventurarnos y tal vez resolver de una vez por todas el misterio de la Novia en Pena. —Bueno, si vamos a ir— Dijo mi hermano Marcial —Hay que ir con municiones. Y el arsenal que necesitamos lo tiene Naddo en su Kiosco “El Capricornio” de la plaza Porras. Yo creo que unas cuantas botellas de Aguardiente serán suficientes para derrotar tanto a la demoníaca aparición y al miedo. Como decía mi tío que en paz descanse y que mis palabras no lo ofendan (y si se ofende que venga y reclame): “Al borracho lo ve dios”. Entonces, a mas grado de alcohol en la sangre, mas bendiciones divinas.

Salimos la cofradía de amigos izando las guitarras y las botellas vacías. La unión hace la fuerza y un pueblo unido jamás será vencido dice el adagio popular. Las calles estaban solas pero a medida que avanzábamos uno que otro noctámbulo era seducido por la causa. Entramos al “Capricornio” y Naddo nos suministró cuatro piponas de aguardiente con la condición de que se las pagáramos a más tardar el próximo sábado por la tarde. Al salir el olor del rocío de la madrugada fue aniquilado sin piedad por el delicioso aroma de las papas de Magdalena quien prepara las mejores frituras del país, y tal vez de todo el orbe mundial. Compramos varias papas fritas que fueron empacadas en bolsas de papel y así completamos nuestro armamento.

Llegamos a la calle encantada después de haber consumido dos de las cuatro botellas que nos acreditó Naddo y todas las papas de Magdalena. Nos sentamos a orillas de la calle en silencio, con las guitarras apagadas y el corazón latiendo como caballo desbocado esperando en medio de la oscuridad a que pasara el supuesto engendro del demonio. Transcurrió el tiempo en el vaivén de los minutos. Eran las tres y media de la madrugada. ­—Creo que es suficiente —Dijo Nilson —Mañana tengo que ir a Pinar del Río a comprar unos bocachicos y tengo que dormir por lo menos una hora.

—Deja de buscar subterfugios para escabullirte —Le dijo Pablo —Esperemos una media hora mas, porque la gente dice que los fines de semana es cuando ella sale.

Pablo no había terminado la frase cuando escuchamos una voz lastimera canturrear una canción a lo lejos: “Ya nos queremos, ya nos amamos, viva el amor. Vivan los novios cuando se aman de corazón”

No sabía si mi imaginación o la de todos, nos estaba jugando una mala pasada. Con un vestido largo, blanco como sus guantes, con el cabello largo hasta los senos cubriendo su rostro y con un cirio encendido, se acercaba lentamente la Novia Encantada, tarareando y cantando: “Ya nos queremos, ya nos amamos, viva el amor. Vivan los novios cuando se aman de corazón”.

En un momento de estos los ateos rezan el padre nuestro mientras bañan su cuerpo con la señal de la Santa Cruz. Le quito la botella de aguardiente a Pablo y me tomo dos seguidos. Marcial y Henry me secundan y hacemos de tripas corazón. Varios de nuestros amigos han puesto pies en polvorosa. De hecho creo que la borrachera que traían se les ha fugado con la misma velocidad de sus piernas. La tenue luz del alumbrado público hace que el cuadro fantasmagórico sea más espectral que hasta da la impresión que no camina, levita sobre el terreno escarpado de la calle. Indecisos caminamos como cuatro pasos hacia el inevitable encuentro pero ella se detiene, parece que nos analiza con sus ojos apagados detrás de la cortina de su cabellera mientras canta, ahora en un tono lastimero el mismo estribillo… “Ya nos queremos, ya nos amamos, viva el amor, vivan los novios cuando se aman de corazón”. En la acera pululan las piedras, Nilson toma una y se la lanza y parece haberla impactado en alguna parte del cuerpo porque se escucha el estruendo de un coco cuando cae desde una altura considerable.
—Mierda mi hermano, creo que le diste —Susurra Henry —Y lo que quiere decir eso es que no es un fantasma como pensábamos. Agarremos piedras y garrotes, porque mañana desayunaremos Novia Fantasma en el desayuno.

El fantasma que nos ve borrachos y decididos, retrocede, vacila y da media vuelta para tomar el camino de regreso mientras nosotros gritábamos: — ¿A donde crees que vas? Llegó el día en que vamos a saber quien eres en realidad— Dicho esto nos aventamos a la persecución del espectro que parecía no tener mucha movilidad por la parafernalia de su vestimenta. Corría desesperadamente, huía de nosotros con el mismo miedo con que huyeron nuestros amigos en el primer momento del encuentro. El cirio que llevaba encendido nos los había arrojado en un intento desesperado por defenderse de nuestro acoso pero ya era demasiado tarde. Marcial le había pisado la larga cola del vestido y ella había caído de bruces sobre la orilla de la carretera.

—No me maten, no me maten —Nos suplicaba —Que yo no soy ningún fantasma. Soy Gertrudis— Cuando apartamos su cabello para mirar su rostro nos dimos cuenta que era verdad. Se trataba de Gertrudis, la esposa de Bladimir Muñoz, un comprador de pescado que viajaba en una embarcación con un motor fuera de borda, por todos los ranchos de los pescadores, negociando los frutos del río. Como el infortunado marido salía a altas horas de la noche, Gertrudis aprovechaba y salía vestida de novia de su casa para encontrarse con su amante en una casa de la esquina de los Tres Chorros, y luego se regresaba de la misma manera, en la madrugada cuando su marido aún se encontraba en sus correrías, para amanecer durmiendo en su habitación. ¿Comprenden por que no creo en los Espantos?
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