miércoles, noviembre 15, 2006



ALCIRA

Había llegado hacía varias décadas a Barranquilla procedente de Las Flores, un caserío envuelto en el polvo y el olvido del departamento de Sucre, con la ilusión de trabajar y ser alguien en la vida. En sus años mozos trabajó de empleada doméstica, mientras estudiaba secretariado ejecutivo por las noches calurosas del Caribe colombiano. Tiempo después de haber culminado sus estudios encontró un trabajo de recepcionista en una empresa ubicada en la Vía Cuarenta. Así se bebió Alcira a la Barranquilla de antaño, con su espíritu proclive a la rumba, su espalda ancha, su estatura de 1.75 metros y su pelo con bucles de chocolate.

Yo me la había encontrado por casualidad detrás de un aviso clasificado de el periódico El Heraldo que decía: “se aceptan pensionados”. Tomé la decisión de mudarme de la casa de una compañera de universidad porque su madre no me pasaba las llamadas y me había confinado a un cuarto cuyo ambientador era el olor a gasolina que emanaba de los motores descuartizados de un taller de motos que quedaba al lado. Así que ante la imposibilidad de poder utilizar el teléfono de la casa, busqué en mis raídos bolsillos dos monedas de cien pesos y me acerqué a un teléfono público de la ya fenecida EDT. Marqué los siete dígitos que conformaban el número y una voz con acento sucreño me dijo que podía mudarme de inmediato. Tomé la valija y un abanico eléctrico de mesa que para ese tiempo, junto con mis ganas de luchar, constituía mi único patrimonio y llegué a la dirección que previamente había encerrado en un círculo en la hoja del diario.

El apartamento de Alcira estaba ubicado en la planta baja de un edificio sobre la calle cincuenta y seis, entre las carreras cuarenta y tres y cuarenta y cuatro. El cuarto que fungía de pensión tenía dos camarotes y los compartiría con dos estudiantes más. Me presentó a María la asesora doméstica quién aparte de limpiar, lavar y sacudir, nos hacía reventar de la risa con las historias de su natal Usiacurí.

No se si Alcira era el trasunto de la felicidad o mas bien del conformismo. Yo la hallaba con el alba sentada en la mesa del comedor sorbiendo una tasa de café mientras la diligente María nos preparaba el desayuno. No le pedía nada a la vida y viajaba por ella sin brújula y sin derrotero sin esperar más que sus “tres golpes”, que según ella era el desayuno, el almuerzo y la cena. Todo le causaba risa. A pocos días de haber llegado a su apartamento yo tomé mis pocos ahorros y compré una camisa en un almacén para el cual trabajaba. Me la puse el sábado en la tarde después de regresar de la oficina. Alcira echo mano de sus mejores cumplidos y me los arrojo sin compasión diciéndome que iba a terminar esa noche acostado con una chica en un motel barato. Lo cierto es que solo me alcanzó para unas cuantas cervezas y una picada de cuajo de vaca en la madrugada del domingo. Salí el lunes en la mañana a trabajar. En la noche regresé al apartamento después de haber ido a mis clases en la universidad. Alcira me recibió hilarante, me dijo que entrara al cuarto que encima del camarote encontraría un regalo. Pensé que era una de sus bromas. En la misma bolsa del mismo almacén estaba la misma camisa con una nota que decía: “Cali, hoy mandé a lavar la ropa y hurtaron tu camisa nueva. Busqué en el bote de la basura la bolsa en donde la trajiste, fui al almacén y te la compré, si mi retentiva no me traiciona, es igual a la que te pusiste el sábado. Lo siento, pero te toca estrenar de nuevo el próximo fin de semana y esta vez consigue a la chica para que amanezcas con ella en un motel barato. Con cariño, Alcira”.


Así era Alcira de impredecible. Nunca se peleaba con ella. Por las noches llegaba Don Luis, un viejito de lo mas circunspecto cuando estaba sobrio, pero cuando se tomaba unas copas, con el alcohol afloraba el niño que llevaba dentro, o mejor dicho, el Chuky. Entonces empezaba a hacerle bromas a Alcira y ella se las celebraba a rabiar. La fortuna le sonrió a Alcira en la persona de Don Luis. Él le regaló el apartamento y le ayudaba con algo de dinero cada mes porque lo que nos cobraba por la pensión no alcanzaba para cubrir sus modestos gastos. Llegaba a altas horas de la noche como un adolescente armado de una botella de Wiskey y una caja de cerveza para Alcira, bebían hasta quedarse dormidos en el sofá custodiados por las latas vacías y los cojines diseminados por el piso.

El viernes llegué al apartamento con unos cuantos tragos en mi organismo. Abrí la puerta en medio del silencio y de una oscuridad absoluta. Al prender las luces la imagen de Alcira surgió de las tinieblas sentada al lado de la mesa detrás de una montaña de botellas de cervezas diciéndome ¿te asustaste? –Cuado uno está tomando no le tiene miedo a nada –le dije. Alcira me invitó a tomar porque según su concepción esta vida es para comer, ingerir alcohol y tener relaciones sexuales desaforadas. Después de escuchar sus historias que no tenían fin me fui a dormir dejándola con la compañía de un cigarrillo y con sus botellas desocupadas desperdigadas en toda la sala.

El sábado salí temprano con mi camisa nueva, no sin antes decirle a María que volvería el lunes por la tarde. Con una sensación aciaga y premonitoria no vi a Alcira tomando su religiosa tasa de café sentada junto a la mesa, pero no le di importancia porque pensé que debía tener una resaca mayúscula. El lunes era día festivo. Esta vez la camisa si surtió los efectos esperados por Alcira y amanecí prisionero de los brazos de una chica, pero no en un motel barato, sino en la casa de sus padres que se habían ido ese fin de semana para un pueblo llamado Sahagún. Llegué a mis aposentos cuando las luces de la ciudad despuntaban y el sol era solo un recuerdo de aquel día de descanso. Pregunté por Alcira y uno de mis compañeros me dijo que enfermó desde el sábado y que estaba en una clínica a pocas cuadras de ahí. Salimos de inmediato y la encontramos sentada en una cama. El tiempo y su enfermedad repentina le habían arrebatado sus bucles de chocolate y el su talante de otros días. Nos dijo que se iba a cuidar, que no mas bebidas alcohólicas, que no mas comida en donde pulularan las grasas. Ahí comprendí que le habían cercenado sin escrúpulos dos de las tres terceras partes de lo que ella consideraba la vida, pero por lo menos no le prohibieron las relaciones sexuales.

El martes al salir para la oficina tampoco se levantó a tomar el café. Alcira a quién nunca había escuchado quejarse de nada durante mi estancia en su apartamento, esta vez lanzaba cortos gritos lastimeros de animal herido de muerte. Me acerque a su habitación para preguntarle por su estado de salud, me dijo que estaba bien, que lo que tenía era cólicos menstruales. Pasé todo el día inmerso en mi trabajo abrumado por un alud de papeles encima de mi escritorio. Fui a la universidad pero no hubo clases porque a los profesores les adeudaban tres meses de salario y estaban en paro. Antes de arribar al apartamento entré a la tienda de la esquina por una Pepsi o, en su defecto, una Cocacola. María, la asesora doméstica, estaba allí. –Te tiro la última –me dijo con desparpajo. –Se murió la vieja Alcira. –Esos no son juegos –le dije. –Asómate. ¿Qué crees que hace esa cantidad de gente en el apartamento? –me dijo apuntando con su dedo. No lo podía creer. Alcira se había muerto. Se había ido llevándose consigo su alegría y ya no vería más sus botellas y latas de cervezas desperdigadas por el piso.

Me contaron mis compañeros de cuarto que había tenido una recaída. Que su piel se tornó morada y no alcanzó llegar a la clínica. Falleció en el taxi que la conducía hacia los galenos a las ocho y cinco de la mañana a pocos minutos de yo haberle preguntado por su salud. Los familiares como un enjambre de abejas llegaron al apartamento. Hicieron inventario de todas sus posesiones y hasta habían incluido mi preciado abanico de mesa, el que terminaron devolviéndome porque María y mis dos compañeros atestiguaron a mi favor. Una señora que parecía ser la hermana lloraba y decía: “pobre Alcira, solo tenía cuarenta y cinco años, ¿Ya buscaron sus joyas?”. :

La sepultamos en el cementerio Calancala. La familia tomó posesión del apartamento y nos dijeron que teníamos que buscar para donde irnos. A veces paso por la calle 56, bajo la ventanilla de la puerta del carro y la veo ahí sentada junto a la mesa diciéndome que la vida es para comer, ingerir alcohol y tener relaciones sexuales desaforadas.

A la memoria de la señora Alcira, QEPD.

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