jueves, diciembre 14, 2006


ASALTADO EN MI BUENA FE

He dado vueltas y más vueltas por la ciudad a bordo de mi taxi “zapatico” modelo 2005 a la caza de posibles clientes. El día ha sido duro y la competencia desleal impartida por la proliferación de moto-taxis, aun más. A pesar de ser este el transporte más seguro hacia el más allá, la gente insiste en utilizarlo tan solo por ahorrarse unos cuantos pesos. La noche camina lenta, las luces parpadean y la ciudad empieza a dar muestras de somnolencia cuando mi reloj digital marca las diez y cincuenta y cinco de la noche de un miércoles cualquiera. Los autobuses recogen a las pocas personas que aun se mantienen en las calles y yo sigo sin pescar una anhelada carrera.

Golpeado por la ansiedad y el desespero que me produce la incertidumbre de mi trabajo me han dado unas colosales ganas de encender un cigarrillo. Una ración de humo a mis pulmones difuminaría el desasosiego y me proporcionaría un poco de esperanza y con algo de ayuda divina la noche podría mostrar visos de mejoría. Me acerco a un vendedor ambulante que se estaciona en la mitad de una cuadra ofreciendo toda suerte de cosas: chicles, bolsas con agua, gaseosas, cigarrillos, películas y discos compactos piratas, y por supuesto, los infaltables minutos a celular de todos los operadores. Él me comenta que en el restaurante que queda a pocos metros de distancia hay unas personas que necesitan un taxi. Le entrego un par de monedas y a cambio recibo medio paquete de cigarrillos acompañado por una sonrisa lisonjera del vendedor que me despide deseándome buena suerte.

En el restaurante solo hay tres clientes, dos hombres y una mujer, sentados al lado de una mesa en la que están dispuestas a manera de columnas varias cajas llenas de carne asada acompañada con yuca y ensalada. La mujer tiene el cabello recogido en una cola de caballo, pero aún así no logra esconder su aspecto perdulario y da la sensación de ser un poco femenina en sus ademanes. Uno de los hombres, de bigote espeso, ojos saltones y barriga prominente le tiene el brazo apoyado a sus hombros, lo que me lleva a concluir que es su compañero sentimental. El otro viste de jeans y camiseta, mas joven que el primero, tiene al lado en una silla desocupada un garrafón de Ron Medellín Añejo. La mirada extraviada y la voz intrincada, se mueve torpe, vacilante por efectos del alcohol

–Hey taxista…métete un trago –Me dice con embriagada sonrisa.

–Lo siento, el Código Nacional de Transito me prohíbe tomar alcohol mientras manejo. –Le digo.

-Nosotros vamos para ahí cerca del Paseo Bolívar. ¿Puedes llevarnos?.

En ese momento pienso que iría hasta el mismísimo infierno con tal de hacer una carrera, o de bajar bandera, como dice la cofradía de conductores de Barranquilla y les digo que por supuesto, y deposito todas las cajas llenas de comida, yuca y ensalada, en el baúl del taxi. Mas tarde descendemos por la carrera cuarenta y cuatro hacia el Paseo Bolívar. El de bigote espeso me da un CD de Diomedes Díaz en Parranda y yo lo pongo con displicencia en el reproductor mp3 de mi taxi porque nunca me ha caído bien ese cantante ex presidiario. El que va en el asiento del copiloto es el de jeans y camiseta. El otro y la mujer se hacen mutuas carantoñas con sabor a Ron Medellín en el puesto de atrás. Diomedes le habla sin el disfraz del eufemismo a un fanático que le mandó a cantar uno de sus viejos éxitos. Al llegar al Paseo Bolívar me dicen que tome la calle treinta y cuatro y que vire buscando la calle 17 por el sector que todos conocemos como “El Boliche”. Me ofrecen un trago nuevamente y yo lo rechazo recordándoles la consigna del Código Nacional de Transito. Sus risas opacan el canto de Diomedes y al ver que he avanzado mas de lo acordado en el Restaurante les pregunto si falta mucho para llegar a nuestro destino.
-Dale por la diecisiete derecho –Me dice el de bigote espeso –que ya estamos cerca.

El que ellos me hayan mentido me inquieta. Me dijeron que los condujera cerca del Paseo Bolívar y éste ha quedado muy atrás. En ese instante me arrepiento de haber pensado que por una carrera iría al mismísimo infierno, porque esta maldita calle, por lo menos es el averno. Es de aquí de donde salen los más avezados delincuentes de la urbe: atracadores despiadados, asesinos a sueldos en sus raudas motocicletas, putas y demás adefesios de la sociedad. Soy advenedizo en estos parajes sin dios y sin ley de donde la honestidad y la compasión se marcharon desde hace mucho tiempo si dejar rastro alguno. Un intenso frio me invade y el miedo empieza a tocar hasta la fibra mas recóndita de mi cuerpo. Cuando creo que hemos avanzado un tramo bastante largo en comparación con el inicialmente pactado piso el freno.
-Óiganme señores, yo hasta aquí llego. Ustedes me dijeron que era una corta carrera pero veo que me engañaron y…

No había terminado la frase cuando el hombre de bigote espeso con ojos rutilantes y endemoniados le dice al que va sentado a mi derecha –Viste Juancho, yo te dije que este man se iba a poner pesado- El otro saca un enorme cuchillo, de esos que utilizan para sacrificar marranos y lo pone en mi abdomen a mi costado derecho entre la barra de los cambios y las sillas delanteras del taxi.

-¿Le das tu por las buenas, o me va a tocar manejar a mi? –Me pregunta con su voz extraviada.

El sudor se me desprende a raudales. Lamento haberle hecho caso al vendedor ambulante que me dio la información de que esos desalmados necesitaban un taxi. Creo que es un informante que está conspirando con los delincuentes y les suplico que no me vayan a matar, que no me dejen sin mi carro que constituye mi medio de sustento, que tengo esposa e hijos pequeños que debo alimentar. La mujer trata de mediar, o por lo menos esa es la impresión que me da, pero su compañero le cubre la boca con sus dedos ordinarios y regordetes.
-Te dije que te tomaras un trago. Así por lo menos no te hubieras asustado tanto. Písale el acelerador a esa vaina que queremos llegar rápido.

Diomedes está tan intrincado en su canción como yo muerto de miedo en mi taxi. Siento el aguijón de metal en mi costilla y me preparo para decir mis últimas plegarias. Cuando llegamos a la salida para la ciudad de Santa Marta me dicen que tome esa vía pero que me desvíe hacia la derecha. Es el barrio primero de mayo. Por sus callejuelas a duras penas puede pasar el vehiculo. Las mortecinas luces son el preludio de mi trágico sino. Trato de hablar pero no logro proferir una palabra. El arma blanca sigue azuzando en mi costado. Cierro los ojos y veo mi foto en las páginas de la Crónica Judicial del diario La Libertad acompañada de un enorme titular relleno de tinta negra y de sensacionalismo. La crueldad de este periódico solo es equiparable con la del Espacio de Bogotá o la del programa Laura en América.

Llegamos a una casa humilde encallada en la esquina de una cuadra. Mis agresores me dan la orden de bajarme y de cargar las cajas llenas de comida que están en el baúl del taxi para ponerla en una mesa que se encuentra en la sala de la casucha. Noto que los electrodomésticos contrastan con la precaria situación de la vivienda: televisor pantalla plana de veintinueve pulgadas con Home Theater incluído, equipo de sonido con tecnología de punta y varios juguetes electrónicos para niños. Esto me infunde mas terror del que ya tenía. Imagino que el montón de aparatos son robados y que he llegado al santuario de los ladrones, a la boca del lobo. El de bigotes estalla en una carcajada que atraviesa el silencio de la noche con un estruendo ensordecedor
-Ja, ja, ja….Disculpa que te hayamos metido ese tremendo susto. No somos atracadores, ni tampoco te íbamos a matar ni a robarte el carro. Te intimidamos con el cuchillo porque es la única forma de que un taxista se interese en traernos por acá tan lejos –me dice mientras me extiende el garrafón de Ron Medellín Añejo. Sin mediar palabra me olvido de lo estipulado en el Código Nacional de Transito y me tomo cuatro tragos de ron uno tras otro. Ellos me pagaron el doble de lo que valía la carrera y me regalaron cuatro de las cajas que puse encima de la mesa. Aunque mi turno no había concluido me fui para mi casa de inmediato. Desde ese día cuando alguien se sube a mi taxi le digo sin ambages que me de la dirección de su destino, de lo contrario le pido el favor que se baje, porque no quiero que me vayan a jugar una broma tan pesada como la que les acabo de contar.
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