miércoles, noviembre 22, 2006


CRÓNICA DE UN DISTRAÍDO

El timbre de mi teléfono movil me despierta a las seis de la mañana y lo escucho lamentando que la noche no haya sido tan larga y el sueño más placentero. Mi esposa ya está en pie preparando el desayuno y Andrés y David, mis retoños de siete y cinco años respectivamente, ya se han dado la acostumbrada ducha matutina que los ha rescatado con violencia de los brazos de Morfeo. Admiro a mi esposa por su tenacidad, por ser la prolija arquitecta de las reglas que mantienen cada cosa en su lugar y porque tiene todo tan meticulosamente estructurado que a veces pienso que voy a enloquecer en medio de tanto orden. Ella me señala el reloj que está anclado a la pared encima de la nevera y entiendo que debo entra al baño a sufrir, como lo hicieron mis dos hijos, con el agua de la ducha que se impregnó del intenso frío de la lluvia de la madrugada. Entro, me quito mi ropa interior y me siento en el trono de los afligidos a depositar mi porción diaria de contaminación que, en cuanto baje la palanca de la cisterna, se irá rumbo al majestuoso río Magdalena a cumplir la inaplazable cita con la basura orgánica de la demás personas, que está acabando con este planeta. No sólo me siento en el retrete a hacer mis necesidades fisiológicas. También lo hago para meditar y pensar en las tareas a desarrollar durante mi agitado día laboral. Creo que en este blanco pedestal de loza se han tomado grandes decisiones, se han fraguado planes para derrocar gobiernos y hasta nuestro primer mandatario, el omnisapiente Uribe, toma durante su evacuación matutina determinaciones importantes para regir los destinos de este país. ¿Por qué creen que algunos coincidimos que este país esta vuelto mierda?

Abro la llave de la ducha y comienzan a caer sobre mi cuerpo diminutas gotas, una tras otra, formando en conjunto la figura de un paraguas colgado de la parte de arriba por la curvatura del tubo que brota de la pared embaldosada. Tarareo una vieja canción para alegrar la mañana. Siempre suelo cantar en el baño aunque mi esposa me recrimine que soy un total fracaso como cantante y que estoy expuesto a que los vecinos me demanden por alterar el orden público, ya que en este país el deporte nacional es “demandar”.

Salgo del baño un tanto desmañado por la incomodidad de las chancletas que me quedan pequeñas debido a que son de mi mujer. Encuentro a Roky, el perro de mis hijos, preso del marasmo en medio del pasillo que conduce a mi habitación y tengo que circunvalarlo porque temo que si cruzo sobre él se puede escurrir entre mis piernas haciéndome ir de bruces contra el piso. Me visto con el cuidado de un cirujano con el uniforme del hotel para el que trabajo y salgo a la mesa de la cocina en donde mi esposa me ha puesto el desayuno. Una corneta de carro suena al frente de la puerta, mis hijos se despiden con premura de besos diciéndome adiós con sus pequeñas manos y salen asiendo sus loncheras atestadas de alimentos que todas las madres consideran saludables pero que no son para nada deliciosos.

Poco después me apeo a horcajadas en mi motocicleta Honda y salgo a la calle. Observo a la gente que como zombis se dirigen a sus lugares de trabajo. La vieja chismosa de la cuadra que inventó el cuento de que me estoy llevando a la cama a mi hermosa vecina (y ganas no me faltan) de veintidós años, me saluda de sonrisa y yo le correspondo con un rictus y una ligera seña con la mano. El incipiente sol comienza a abrazar a la ciudad en medio del caos del tráfico matutino en un punto en donde están arreglando un trozo de la vía. Paro en el semáforo y siento el peso de las miradas de la gente. Todos me miran: los que van en los buses, los que van en los taxis y hasta el que vende el periódico. Reviso mi atuendo y veo mi camisa un poco arrebujada en la parte de atrás, pero no era nada que mereciera la atención de las personas. Mi pantalón está cuidadosamente planchado. Creo que la gente fija su atención en mí porque es extraño ver a alguien en Barranquilla con camisa manga larga, corbata y por supuesto, tan apuesto como yo. Alguien me grita algo pero el casco de protección me impide escuchar más que el ruido del autobús que está a mi costado izquierdo. Me dirijo de sur a norte por la vía que enmarca a la ciudad. Más adelante un policía otea encima de la acera. Está al acecho a la espera de que alguien cometa una infracción, no para hacer cumplir la ley, sino para dejarse sobornar por cualquier veinte o cincuenta mil pesos dependiendo del monto de la multa. El policía me mira de frente pero yo lo observo con desdén por la seguridad que me da el rosario de papeles que hay que tener en Colombia para conducir un vehículo: cédula de ciudadanía, libreta militar, certificado Judicial del DAS vigente, licencia de conducir, seguro obligatorio contra accidentes de transito, tarjeta de propiedad de la moto, carné del censo y una estampa de la Virgen del Carmen a la que le pido que estos sabuesos de la coima no encuentren cualquier pretexto para pedirme dinero.

Después de las vicisitudes cotidianas del tráfico y lanzarle unos cuantos madrazos a mis contrincantes del volantes (no colegas) que han intentado asesinarme con su incauta manera de conducir, avisto el hotel que es mi lugar de trabajo. Entro al parqueadero y Máximo, uno de los vigilantes de turno, me dice algo poco inteligible. Me destoco, pongo el casco sobre mis piernas sin bajarme de la motocicleta mientras el custodio me dice
–Doctor, a usted si le gusta regalar la plata
–¿Por qué?- le digo sin entender nada.
–Es que usted se vino conduciendo esa moto a sabiendas que hoy es veinte, y usted sabe que los veinte de cada mes esta prohibido sacar la moto. Menos mal que no lo pillaron porque la multa vale como ochocientos mil pesos y hasta le hubieran inmovilizado el vehículo.

El día sin moto, pienso. Otra medida maquinada desde un retrete, pero esta vez, desde el del burgomaestre de Barranquilla. Ahora comprendo las miradas absortas de la gente y la hipócrita sonrisa de la vieja chismosa de mi barrio, pero lo que no logro entender, es por que aquel policía no se me acercó a pedirme dinero. ¿Será que se compadeció de mi o que ya habría recibido muchos sobornos de otros que andan tan distraídos como yo?

(Basado en una anécdota de mi amigo Alexander, quien atravesó la ciudad el día 20 de noviembre, sin recordar que los 20 de todos los meses, está prohibido conducir motocicletas en la ciudad de Barranquilla)


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miércoles, noviembre 15, 2006



ALCIRA

Había llegado hacía varias décadas a Barranquilla procedente de Las Flores, un caserío envuelto en el polvo y el olvido del departamento de Sucre, con la ilusión de trabajar y ser alguien en la vida. En sus años mozos trabajó de empleada doméstica, mientras estudiaba secretariado ejecutivo por las noches calurosas del Caribe colombiano. Tiempo después de haber culminado sus estudios encontró un trabajo de recepcionista en una empresa ubicada en la Vía Cuarenta. Así se bebió Alcira a la Barranquilla de antaño, con su espíritu proclive a la rumba, su espalda ancha, su estatura de 1.75 metros y su pelo con bucles de chocolate.

Yo me la había encontrado por casualidad detrás de un aviso clasificado de el periódico El Heraldo que decía: “se aceptan pensionados”. Tomé la decisión de mudarme de la casa de una compañera de universidad porque su madre no me pasaba las llamadas y me había confinado a un cuarto cuyo ambientador era el olor a gasolina que emanaba de los motores descuartizados de un taller de motos que quedaba al lado. Así que ante la imposibilidad de poder utilizar el teléfono de la casa, busqué en mis raídos bolsillos dos monedas de cien pesos y me acerqué a un teléfono público de la ya fenecida EDT. Marqué los siete dígitos que conformaban el número y una voz con acento sucreño me dijo que podía mudarme de inmediato. Tomé la valija y un abanico eléctrico de mesa que para ese tiempo, junto con mis ganas de luchar, constituía mi único patrimonio y llegué a la dirección que previamente había encerrado en un círculo en la hoja del diario.

El apartamento de Alcira estaba ubicado en la planta baja de un edificio sobre la calle cincuenta y seis, entre las carreras cuarenta y tres y cuarenta y cuatro. El cuarto que fungía de pensión tenía dos camarotes y los compartiría con dos estudiantes más. Me presentó a María la asesora doméstica quién aparte de limpiar, lavar y sacudir, nos hacía reventar de la risa con las historias de su natal Usiacurí.

No se si Alcira era el trasunto de la felicidad o mas bien del conformismo. Yo la hallaba con el alba sentada en la mesa del comedor sorbiendo una tasa de café mientras la diligente María nos preparaba el desayuno. No le pedía nada a la vida y viajaba por ella sin brújula y sin derrotero sin esperar más que sus “tres golpes”, que según ella era el desayuno, el almuerzo y la cena. Todo le causaba risa. A pocos días de haber llegado a su apartamento yo tomé mis pocos ahorros y compré una camisa en un almacén para el cual trabajaba. Me la puse el sábado en la tarde después de regresar de la oficina. Alcira echo mano de sus mejores cumplidos y me los arrojo sin compasión diciéndome que iba a terminar esa noche acostado con una chica en un motel barato. Lo cierto es que solo me alcanzó para unas cuantas cervezas y una picada de cuajo de vaca en la madrugada del domingo. Salí el lunes en la mañana a trabajar. En la noche regresé al apartamento después de haber ido a mis clases en la universidad. Alcira me recibió hilarante, me dijo que entrara al cuarto que encima del camarote encontraría un regalo. Pensé que era una de sus bromas. En la misma bolsa del mismo almacén estaba la misma camisa con una nota que decía: “Cali, hoy mandé a lavar la ropa y hurtaron tu camisa nueva. Busqué en el bote de la basura la bolsa en donde la trajiste, fui al almacén y te la compré, si mi retentiva no me traiciona, es igual a la que te pusiste el sábado. Lo siento, pero te toca estrenar de nuevo el próximo fin de semana y esta vez consigue a la chica para que amanezcas con ella en un motel barato. Con cariño, Alcira”.


Así era Alcira de impredecible. Nunca se peleaba con ella. Por las noches llegaba Don Luis, un viejito de lo mas circunspecto cuando estaba sobrio, pero cuando se tomaba unas copas, con el alcohol afloraba el niño que llevaba dentro, o mejor dicho, el Chuky. Entonces empezaba a hacerle bromas a Alcira y ella se las celebraba a rabiar. La fortuna le sonrió a Alcira en la persona de Don Luis. Él le regaló el apartamento y le ayudaba con algo de dinero cada mes porque lo que nos cobraba por la pensión no alcanzaba para cubrir sus modestos gastos. Llegaba a altas horas de la noche como un adolescente armado de una botella de Wiskey y una caja de cerveza para Alcira, bebían hasta quedarse dormidos en el sofá custodiados por las latas vacías y los cojines diseminados por el piso.

El viernes llegué al apartamento con unos cuantos tragos en mi organismo. Abrí la puerta en medio del silencio y de una oscuridad absoluta. Al prender las luces la imagen de Alcira surgió de las tinieblas sentada al lado de la mesa detrás de una montaña de botellas de cervezas diciéndome ¿te asustaste? –Cuado uno está tomando no le tiene miedo a nada –le dije. Alcira me invitó a tomar porque según su concepción esta vida es para comer, ingerir alcohol y tener relaciones sexuales desaforadas. Después de escuchar sus historias que no tenían fin me fui a dormir dejándola con la compañía de un cigarrillo y con sus botellas desocupadas desperdigadas en toda la sala.

El sábado salí temprano con mi camisa nueva, no sin antes decirle a María que volvería el lunes por la tarde. Con una sensación aciaga y premonitoria no vi a Alcira tomando su religiosa tasa de café sentada junto a la mesa, pero no le di importancia porque pensé que debía tener una resaca mayúscula. El lunes era día festivo. Esta vez la camisa si surtió los efectos esperados por Alcira y amanecí prisionero de los brazos de una chica, pero no en un motel barato, sino en la casa de sus padres que se habían ido ese fin de semana para un pueblo llamado Sahagún. Llegué a mis aposentos cuando las luces de la ciudad despuntaban y el sol era solo un recuerdo de aquel día de descanso. Pregunté por Alcira y uno de mis compañeros me dijo que enfermó desde el sábado y que estaba en una clínica a pocas cuadras de ahí. Salimos de inmediato y la encontramos sentada en una cama. El tiempo y su enfermedad repentina le habían arrebatado sus bucles de chocolate y el su talante de otros días. Nos dijo que se iba a cuidar, que no mas bebidas alcohólicas, que no mas comida en donde pulularan las grasas. Ahí comprendí que le habían cercenado sin escrúpulos dos de las tres terceras partes de lo que ella consideraba la vida, pero por lo menos no le prohibieron las relaciones sexuales.

El martes al salir para la oficina tampoco se levantó a tomar el café. Alcira a quién nunca había escuchado quejarse de nada durante mi estancia en su apartamento, esta vez lanzaba cortos gritos lastimeros de animal herido de muerte. Me acerque a su habitación para preguntarle por su estado de salud, me dijo que estaba bien, que lo que tenía era cólicos menstruales. Pasé todo el día inmerso en mi trabajo abrumado por un alud de papeles encima de mi escritorio. Fui a la universidad pero no hubo clases porque a los profesores les adeudaban tres meses de salario y estaban en paro. Antes de arribar al apartamento entré a la tienda de la esquina por una Pepsi o, en su defecto, una Cocacola. María, la asesora doméstica, estaba allí. –Te tiro la última –me dijo con desparpajo. –Se murió la vieja Alcira. –Esos no son juegos –le dije. –Asómate. ¿Qué crees que hace esa cantidad de gente en el apartamento? –me dijo apuntando con su dedo. No lo podía creer. Alcira se había muerto. Se había ido llevándose consigo su alegría y ya no vería más sus botellas y latas de cervezas desperdigadas por el piso.

Me contaron mis compañeros de cuarto que había tenido una recaída. Que su piel se tornó morada y no alcanzó llegar a la clínica. Falleció en el taxi que la conducía hacia los galenos a las ocho y cinco de la mañana a pocos minutos de yo haberle preguntado por su salud. Los familiares como un enjambre de abejas llegaron al apartamento. Hicieron inventario de todas sus posesiones y hasta habían incluido mi preciado abanico de mesa, el que terminaron devolviéndome porque María y mis dos compañeros atestiguaron a mi favor. Una señora que parecía ser la hermana lloraba y decía: “pobre Alcira, solo tenía cuarenta y cinco años, ¿Ya buscaron sus joyas?”. :

La sepultamos en el cementerio Calancala. La familia tomó posesión del apartamento y nos dijeron que teníamos que buscar para donde irnos. A veces paso por la calle 56, bajo la ventanilla de la puerta del carro y la veo ahí sentada junto a la mesa diciéndome que la vida es para comer, ingerir alcohol y tener relaciones sexuales desaforadas.

A la memoria de la señora Alcira, QEPD.
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jueves, noviembre 09, 2006

PASADO Y PRESENTE
Calixto Enrique Avila Tirado
(Canción ganadora del II festival de la canción)

Traigo esta poesía hecha canción,
untada de versos pueblerinos.
Canta cual turpial mi corazón,
Sentidas palabras en su trino.

Si pudiera Alejandro Rodríguez,
Cantar sus canciones tan hermosas
Para que en Graciela el se inspire
llenando a Chipilín de mariposas.

Se fueron acabando, tantas cosas que había antes,
como la luz ambulante
que en noches me daba miedo.
Ya no se ve alumbrando el faro que solía darte,
pueblo, luz para alumbrarte
con sus radiantes destellos.

Pueblo viejo lleno de juventud
hoy Cecilia no baila en tu fandango,
se marchó el maestro Juan de la Cruz
y por eso el San Jorge está llorando.

Quedan de las cosas viejas,
Fiestas en corralejas,
Orgullo de mi cuna.
Y en las noches de diciembre
alegre como siempre
baila Bertha la Tuna.

Hay en mi alma de versos una fuente
Que le canta a tu pasado y presente.
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Yo canto al humilde pescador
que tiene su paraíso en el río.
A cántaros vierte su sudor
En tus madrugadas, pueblo mío.

Canto a Chipilín y a Maruza
Perlas del collar de tus leyendas
Y a ese sol radiante que se cruza,
Por los amplios cielos de tus sendas.

Tantas noches de luna nos cobijan con el manto
Hecho de sutiles cantos
del inmortal maestro Alejo.
Que hermosa es la laguna, cual mar repleto de encanto,
Ese que cautiva tanto
a los que vienen de lejos.

Pueblo viejo lleno de juventud
Hoy Cecilia no baila en tu fandango,
Se marchó el maestro Juan de la Cruz
Y por eso el San Jorge está llorando

De Zabaleta sembró
El jardín que floreció
En su eterna primavera.
Y Strifler vio al escribir
Que si podía describir
Un paraíso en la tierra.

Hay en mi alma de versos una fuente
Que le canta a tu pasado y presente.
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sábado, noviembre 04, 2006


La limosna hace al mendigo.

Cuando me vine de mi natal San Marcos a estudiar en Barranquilla, sentí en carne propia el tremendo impacto de la ilusión contra la realidad al ver el cultivo de miseria que son las grandes ciudades. Y es que la máquina de la pobreza trabaja horas extras arrojando como producto final esos barrios marginados en donde crece el ser humano sin un mínimo de oportunidad. Es allí donde los sueños no apuntan lejos y son estancados por esa barrera mental genética heredada de generación en generación.

En medio de la falta de empleo y con las migajas de educación que el Estado les dio, las personas diseñan sus estrategias para llevar comida a la casa. Hay quienes trabajan a brazo partido diariamente en lo que les salga. Algunos se ven en los semáforos limpiando vidrios, ofreciendo cartillas en la ventanilla izquierda del carro, mientras que su compinche está en la de la derecha tratando de introducir el brazo por el resquicio para sacar lo que va el asiento del copiloto, y los otros son los mendigos de marras. Si, esos mercaderes de la compasión que por sus magistrales actuaciones son merecedores indiscutibles del premio Oscar.

Pedir limosna en este país debería estar tipificado por la ley como un delito. Es el camino más fácil de obtener dinero. No niego que habrá algunos que la piden por pura y física necesidad. Pero la mayoría son unos timadores que no se molestan siquiera cambiar sus métodos que son tan devaluados y comúnmente conocidos. Por esta sencilla razón mi corazón de provincia se ha endurecido y pienso que detrás de cada anciano, de cada niño, de cada madre (a veces los supuestos hijos son alquilados) que vende su honra a cambio de una moneda, hay un negocio que mueve una inmensa cantidad de dinero al año. Si aún no me creen les voy a traer a colación un caso que es una muestra irrefutable de que la limosna es una forma de vida, y si se puede decir, una manera de trabajar.
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Son las siete de la mañana del sábado de un lluvioso octubre. La parranda de anoche terminó casi a las cuatro de la madrugada. El viernes antes de salir le dije a mi anfitriona, la señora alcahueta que auspicia mi diversión, que me tocara la puerta temprano porque tenía que trabajar hoy. Hoy sábado. ¡Qué dolor de cabeza tan tenaz! ¿Por qué será que nunca he conseguido un trabajo con horario de lunes a viernes? Eso no importa ahora. Siento que si alguien rueda una silla, en mi cabeza sonará como una explosión nuclear. Miro mi bolsillo y la felicidad me embarga al encontrar en la cartera mi último billete de mil pesos. Lo toco como poseído por una emoción casi extraña y siento el sabor del Gatorade invadiendo mi cuerpo atropellado por el guayabo.

Ni siquiera puede desayunar. Mi estómago que de manera habitual parece arena movediza tragándolo todo, acaba de darle orden de salida a los vestigios de los chicharrones de la picada en la última vomitada. Salgo a la calle. Una señora de baja estatura humildemente vestida se me acerca y con los ojos inundados de lágrimas clava en mí su glauca mirada. –¿Qué calle es esta?- me interpeló. –Es la calle 56 le- le digo, pero al verla tan compungida le pregunto: ¿Hacia dónde se dirige? – Yo vine de un pueblo esta mañana a visitar a una prima que me iba a dar una plata, que vive en el barrio tal, pero cuando llegué a la casa de ella un señor, que no sé quién es, me dijo que mi prima falleció hace como un mes. Yo no conozco a nadie y …snif…snif…sólo le pido una colaboración, cualquier moneda para poder regresar a mi pueblo-. No soy un filántropo, pero su historia es tan conmovedora que saco de mi cartera los únicos mil pesos que me acompañan, los pongo en su mano y casi con el mismo llanto con el que la pobre viejecita me habló, le doy el adiós a un Gatorade con el que planeaba sosegar mi guayabo y camino 15 minutos hacia mi trabajo.

Han pasado los años. La copa América se juega en Barranquilla. Los dioses del continente, que son los argentinos, se rehusaron a venir aduciendo que Colombia es un país demasiado peligroso. No me importa, porque el fútbol es para nosotros los hombres, lo que es para las mujeres gastarse la quincena del marido en comprar cosas que nunca se van a poner. Camino una cuadra y la veo. Es la misma señora humildemente vestida. Jamás puedo olvidar una cara, especialmente si me ha quitado dinero. Se me acerca navegando en un río de lágrimas. - ¿Qué calle es esta?- me pregunta- Veo que es el mismo libreto y me limito a seguir mis líneas. –Es la calle 72 -le digo- ¿Hacia dónde se dirige?- Le pregunto al tiempo que ella me dice - Yo vine de un pueblo esta mañana a visitar a una prima que me iba a dar una plata, que vive en el barrio tal, pero cuando llegué a la casa de ella un señor, que no sé quien es, me dijo que mi prima falleció hace como un mes. Yo no conozco a nadie y …snif…snif…sólo le pido una colaboración, cualquier moneda para poder regresar a mi pueblo-. Tuve que hacer ingentes esfuerzos para no estallar en carcajadas. Finjo ser un extranjero y con un acento sanmarco-americano le digo que “Mi estar aquí por fútbol, no entender mucho español”. Su rostro adquiere una tonalidad rojiza. Una cortina de ira me impide ver sus ojos color esmeralda y hasta temo que va a golpearme. Se voltea pero antes de marcharse me dice: “Gringo malparido tacaño”
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viernes, noviembre 03, 2006


AMO

Amo a Dios y a mis padres que me dieron el ser
Amo el sol que con su espada refulgente atraviesa el cristal de mi ventana
Amo la lluvia que baña las plantas e inyecta vida en sus venas
Amo la risa de las hojas tocadas por el viento
Amo el camino de canciones que conduce hacia mi pueblo
Amo el color de la amistad del que se visten mis amigos
Amo el coro de canarios de las alboradas de mi pueblo
Amo las palabras de mi madre blindadas de cariño
Pero sobre todas las cosas, amo el manantial de tu boca en donde calmo mi sed de besos…
Y te amo tanto, tanto que no me bastaría esta vida ni la otra para seguirte adorando.
Te amo Marlene
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